De
la Luisiana a la Nueva España La Historia de Juan Bernardo Domínguez y Gálvez (1783-1847) (por Víctor Cano Sordo, México, D.F., 1999) EPÍLOGO Hasta
donde he podido averiguar, mi madre -Conchita Sordo Madaleno, hija de Carmen Madaleno
y nieta de Paz Domínguez- es la última biznieta sobreviviente de
Juan Bernardo y María Ignacia. Tenemos datos, hasta ahora, de 41 biznietos de Juan Bernardo y María Ignacia: una nieta de Mercedes, uno de Soledad, una de Juan, diecisiete de Manuel y veintiuno de Paz. Todos
ellos nacieron antes de 1921. De los cuales tuvieron descendencia conocida veintidós
de ellos: uno de Soledad, una de Juan, siete de Manuel y trece de Paz. Hace poco
murió la penúltima de las biznietas, la tía Carmelita Sela
Madaleno, soltera e hija de Paz Madaleno. Entre
los tataranietos de Juan Bernardo y María Ignacia, tenemos localizados
99 en total: seis de Soledad, tres de Juan, 31 de Manuel y 59 de Paz. De
la siguiente generación (la quinta: los hijos de los tataranietos) tenemos
registrados más de 260. Y de la siguiente (la sexta) ya son más
de 150. Ya han nacido los ocho primeros miembros de la séptima generación. Actualmente viven más de 350 descendientes de Juan Bernardo y María Ignacia, conocidos por el autor de este escrito. * * * Ahora,
al escribir las últimas líneas de estos recuerdos, el lector me
permitirá que le ayude a hacer unas reflexiones finales. Soy sacerdote
y no puedo desaprovechar la oportunidad de dejar una semilla en el corazón
de quienes han llegado hasta aquí en la lectura de estos apuntes históricos,
que también quisieran tener la capacidad de despertar algún pensamiento
que nos una más a nuestro Creador y Redentor. Pienso
especialmente en los numerosos des-cendientes de Juan Bernardo y María
Ignacia. Ninguno de los dos, cuando se casaron el 19 de noviembre de 1821, habrá
imaginado que al acercarse el año 2000, en los umbrales del Tercer Milenio,
habría tantos hombres y mujeres con su misma sangre. Es
un fenómeno curioso éste de la genética. Cuando estudiaba
la carrera de medicina, allá por los años sesentas, me interesaba
mucho esta ciencia. Quizá en esa época -o tal vez mucho antes- se
despertó en mí la inquietud por el misterio de la temporalidad y
de la historia. Todos los grandes filósofos, desde Heráclito y Parménides
hasta Hegel y Heiddegger, siempre se han preguntado por esta misteriosa realidad:
el tiempo. Con el tiempo todo va pasando, pero también hay algo que permanece. Sin
embargo, lo más interesante no es la permanencia y el cambio en el aspecto
puramente biológico. Es mucho más admirable este fenómeno
en el aspecto humano. Por ejemplo, es maravilloso observar cómo se suceden
las generaciones, pero permanecen en las familias la fe y los valores morales.
Todos
los días, al celebrar la Santa Misa, cuando llega el momento de recordar
a los que «nos han precedido con el signo de la fe, y duermen ya el sueño
de la paz» (1), invariablemente vienen a mi mente los antepasados de esta
historia: todos esos queridos «abuelos» que supieron vivir un estilo
de vida humano y cristiano. Sus pecados y sus errores no fueron un obstáculo
para dejar a sus hijos el «signo de la fe». Cada uno de ellos, ha
formado parte de esa muchedumbre de mujeres y hombres «que en cada generación
y en cada época histórica han sabido acoger sin reservas el don
de la Redención» (2). Pero,
volviendo de nuevo a todos nosotros que, si Dios quiere, llegaremos al año
2000, pensaba que estamos en un momento decisivo de la historia de la Humanidad.
También
nosotros vivimos una época de transición hacia una nueva era. Depende
de nosotros. Depende especialmente de los más jóvenes. «El
futuro del mundo y de la Iglesia pertenece a las jóvenes generaciones que,
nacidas en este siglo, serán maduras en el próximo, el primero del
nuevo milenio» (4). «Vivamos
bien -decía San Agustín-, y los tiempos serán buenos. Nosotros
somos los tiempos: tal como nosotros somos, así son los tiempos»
(5) . Al
terminar estas consideraciones, yo quisiera ofrecer un consejo de sacerdote a
todos los lectores de este relato. El
consejo lo daba antes -en 1996- el actual Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría,
a una periodista chilena que le hacía una entrevista. El Padre -como le
llamamos sus hijos- explicaba cómo procuramos prepararnos, los que formamos
parte de la Obra, para el año 2000. Me parece que el consejo sirve para
todos los hombres. -Podría
resumir la preparación del Opus Dei ante el Tercer Milenio con cuatro palabras
-respondía Mons. Echevarría-: normalidad, receptividad, espíritu
constructivo. Normalidad,
porque el año 2000 no es una fecha mágica. Entre el último
día del presente Milenio y el primero del nuevo no tienen por qué
producirse cambios espectaculares. A las mujeres y a los hombres del Opus Dei
nos gusta aprovechar al máximo la vida corriente, sin esperar acontecimientos
extraordinarios. Receptividad,
porque la conmemoración del Nacimiento de Cristo es un momento de gracia
para la Iglesia y para la Humanidad. Queremos estar abiertos, receptivos, concretamente
a la gracia de Dios, que todos nece-sitamos para la conversión personal,
preludio de todas las demás conversiones. Y
espíritu constructivo, porque cada una y cada uno hará lo que esté
a su alcance para que se transformen en realidad esos anhelos que el Papa abriga
en su corazón. Entre todos, mencionaría la lucha constante de Juan
Pablo II por la unidad: unidad entre las naciones; unidad de todos los cristianos;
unión dentro de la Iglesia; unidad del género humano, hombres y
mujeres, sin conflictos estériles; unidad Norte-Sur, tendiendo puentes
que salven los abismos de vértigo que separan ricos de pobres. Servidores
de la unidad, quisiéramos ser como buenos cristianos en estas vísperas
del Tercer Milenio». Por
lo tanto: normalidad, receptividad y espíritu constructivo. Estas tres
ideas bien asimiladas y vividas, son un buen punto de arranque para comenzar el
nuevo milenio. El ejemplo de Nuestra Señora, que fue una mujer sencilla,
receptiva a la gracia de Dios, llena de humildad y caridad, nos ayudará
a prepararnos para ese nuevo comienzo. Dentro
de muy poco celebraremos en toda la Iglesia el Gran Jubileo recordando el Nacimiento
de Jesucristo. Le pido al Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida
que nos conceda a todos los hombres sus Dones, especialmente el mayor de ellos,
el Don de Sabiduría, para que todos aprendamos -en estos tiempos de cambios-
a vivir en la lógica de Dios, como supieron hacerlo maravillosamente «los
que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la
paz». Le
pido también al Padre Misericordioso de Nuestro Señor Jesucristo,
a quien la Iglesia ha dedicado este año de 1999 que termina, que a todos
los hombres nos conceda un hondo sentido de nuestra filiación divina. Es
decir, que cada uno nos alegremos profundamente al recordar que somos hijos de
Dios. Y que la memoria de nuestros padres y abuelos, nos conduzca a quien es la
fuente de toda paternidad en el Cielo y en la tierra: a Nuestro Padre Celestial,
que nos ama y vela con ternura por nosotros en todo momento. Todo
hombre siente la necesidad de estar enraizado en la historia, de buscar las raíces
profundas de la familia a la que pertenece. Pero hay una raíz que supera
a todas en profundidad: nuestra filiación divina. En última instancia,
todos los hombres somos hijos de Dios, y esta realidad es la que verdaderamente
da sentido a toda nuestra vida. Notas (1)
Misal Romano, Canon Romano. Ilustraciones - Conchita Sordo Madaleno (óleo sobre tela de Manuel Azpiroz; Santander, febrero-marzo de 1947).
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