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la Luisiana a la Nueva España La 
Historia de Juan Bernardo Domínguez y Gálvez (1783-1847) (por 
Víctor Cano Sordo, México, D.F., 1999) CAPÍTULO 
V Los Quintanar de San Juan del Río (1793-1813) 
             Hemos 
        tratado en el capítulo anterior de las distintas ramas de antepasados 
        de María Ignacia de Quintanar, que se establecieron en San Juan 
        del Río. Después de una paciente investigación en 
        los archivos de San Juan hemos podido saber quiénes fueron algunos 
        de sus tatarabuelos (don Manuel Asensio Gutiérrez de Romero y doña 
        Gertrudis Díaz de Cuellar; don Felipe Hernández de Quintanar 
        y doña Andrea Pérez de la Paya; don Francisco Pérez 
        de Bocanegra y doña Agustina del Castillo; don Miguel Ruiz y doña 
        Teresa Servín) y de sus bisabuelos (don José Delgado y doña 
        María Francisca Rico; don Pedro de Silis y doña Teresa Gutiérrez 
        de Romero; don Francisco Xavier de Quintanar y doña Juana Pérez 
        de Bocanegra; don Santiago de Soto y doña Dolores Ruiz Servín). 
         
               Ahora, 
        en este capítulo, nos acercaremos más -en el tiempo - a 
        María Ignacia. 
         
               Nos 
        situamos en San Juan del Río a fines de diciembre de 1793, año 
        en el que don Pedro Martínez de Salazar y Pacheco, subdelegado 
        a cargo de la jurisdicción de San Juan del Río, redacta 
        un informe muy completo de la situación política, económica 
        y social de San Juan. Lo dedica al conde de Revillagigedo, virrey de la 
        Nueva España (1). 
         
               Veamos 
        en primer lugar algunos datos contenidos en este informe. Después 
        volveremos a las familias de los abuelos de María Ignacia de Quintanar: 
        el capitán don Narciso de Quintanar y doña María 
        Josefa de Soto, y el Dr. don Manuel Delgado y doña Josefa de Silis 
        y Romero. 
      1. 
San Juan del Río (1793) 
             El 
        aspecto externo de San Juan a fines del siglo XVIII no había cambiado 
        mucho desde principios de siglo. 
         
               Allí 
        continuaban el templo parroquial, dedicado a Nuestra Señora de 
        Guadalupe, el templo del Sagrado Corazón, el templo de la Santa 
        Veracruz o del Calvario, la iglesia del convento de Santo Domingo, en 
        la cual se construyó -antes de 1796- la capilla del Rosario (que 
        en 1832 sería renovada y bendecida por el párroco don José 
        Ignacio Camacho), y el Beaterio, del cual había sido capellán 
        hasta 1786 don Manuel de Silis, tío abuelo de María Ignacia. 
         
               Sin 
        embargo, el ambiente social era muy diferente. La población había 
        aumentado considerablemente. En 1784 había cuarenta mil almas entre 
        San Juan del Río, Tequisquiapan y Amealco. Pero en 1793, después 
        de una epidemia en la que hubo más de siete mil entierros, la población 
        se redujo a veinticinco mil almas. Ese año había en la cabecera 
        16,279 almas: 2,959 españoles, 8,540 indios, 3,483 mestizos y castizos, 
        840 negros, mulatos, lobos y castas mixtas. 
         
               En 
        el pueblo había diez clérigos -el párroco, algunos 
        vicarios parroquiales y otros sacerdotes seculares domiciliados en San 
        Juan-, siete religiosos -de las órdenes de Santo Domingo y de San 
        Juan de Dios-, dos maestras y doce niñas en el Colegio de Educandas 
        y veintinueve presos en la Cárcel Real. 
         
               Para 
        tener una idea del crecimiento demo-gráfico de la jurisdicción 
        de San Juan durante el siglo XIX, veamos las cifras de los padrones en 
        diversas fechas (2): 
      -  en 
1790: 14,907 habitantes;
 -  
en 1822: 21,653 habitantes;
 -  
en 1826: 25,537 habitantes (sin Amealco);
 -  
en 1851: 34,698 habitantes;
 -  
en 1864: 30,261 habitantes;
 -  
en 1878: 31,412 habitantes.
 
 
              La 
        mayor parte de la población vivía en las calles de la cabecera 
        que iba creciendo a medida que transcurrían los años. A 
        lo largo del siglo XIX fue subiendo de categoría: de pueblo paso 
        a villa (5 de octubre de 1830) y de villa a ciudad (3 de diciembre de 
        1847).  
         
               Antes 
        de 1592, se asegura que el beato Sebastián de Aparicio, durante 
        sus viajes a Zacatecas, trazó la calle Real o principal del pueblo, 
        que corre de oriente a poniente y divide al pueblo en dos zonas: norte 
        y sur. En aquella época se construyó, a mano izquierda del 
        camino que va a Querétaro, la Venta, que aún subsiste como 
        casco de la hacienda que lleva su nombre, y que en 1821 pertenecía 
        a don Luis de Quintanar, tío materno de María Ignacia. 
         
               Día 
        y noche transitaban los viajeros por la calle Real. Comerciantes y arrieros 
        transportaban sus mercancías de la capital hacia el norte y poniente 
        de la Nueva España. A San Juan del Río se le llamaba la 
        «Garganta de Tierra Adentro». 
         
               La 
        calle Real, más adelante se convirtió en calle Nacional, 
        que -empezando desde la bocacalle de Don Esteban- hacia el oriente (es 
        decir, hacia México) estaba formada por la calle del Diezmo y la 
        calle del Sacro Monte, y al poniente (es decir, hacia Querétaro) 
        por la calle del Diezmo, calle de Santo Domingo, calle del Beaterio y 
        calle de San Juan de Dios (3). 
         
               El 
        pueblo estaba dividido en ocho barrios. El de San Miguel es el mayor y 
        ocupa la zona poniente. Incluye los dos conventos (Santo Domingo y San 
        Juan de Dios). Enfrente está el de la Concepción (en la 
        parte sur), al que le sigue el del Calvario. El barrio de San Marcos está 
        frente al del Calvario. En él se encuentre la parroquia y la plaza 
        principal. En este barrio vivían Narciso de Quintanar y María 
        Josefa de Soto, los abuelos maternos de María Ignacia. El barrio 
        de San Juan incluye la iglesia del Sagrado Corazón. Los barrios 
        del norte (San Isidro, Espíritu Santo y la Cruz) estaban habitados 
        por los indios (4). 
         
               Juan 
        Bernardo Domínguez, al morir, tenía su residencia en el 
        barrio de San Miguel. En este barrio -en la calle de Don Esteban concretamente, 
        de la cual hablaremos en otro capítulo ampliamente- vivirán 
        muchos miembros de la familia Domínguez Quintanar, por ejemplo, 
        las familias de Manuel Domínguez y Adelaida Girón, y la 
        de Cándido Madaleno y Paz Domínguez. Veamos lo que dice 
        don Pedro Martínez de Salazar y Pacheco: 
      «El 
de San Miguel, que es el mayor y ocupa la parte poniente de la iglesia del hospital, 
comienza desde el puente, subiendo del occidente al oriente con ocho manzanas 
y un testero (frente de alguna casa, macizo sobresaliente) formando ala a la Calle 
Real; por la parte norte encierra en su circunferencia treinta y seis manzanas. 
En este barrio están situados un mesón, el convento del Santísimo 
Cristo o de Santo Domingo, siendo en la actualidad en número de cuatro 
los religiosos, y el convento de San Juan de Dios, en el que se hallan tres religiosos 
con el padre superior. Así mismo, está fundado un colegio de educandas, 
en el que hay una rectora, una maestra y doce colegialas. En este barrio es donde 
se encuentran construidas muchas casas de las principales del pueblo».  
             Veamos 
        también la descripción que hace el mismo don Pedro Martínez 
        de Salazar del barrio de San Marcos, que era -como ya dijimos- el barrio 
        en dónde vivía María Josefa de Quintanar, la madre 
        de María Ignacia. Allí se localizaban la parroquia y la 
        plaza mayor. Era el barrio más antiguo del pueblo (5): 
      «Al 
frente de este barrio del Calvario, o más bien de Pueblo Nuevo, desde el 
oriente, sur y norte de la Iglesia Parroquial, está comprendido el barrio 
de San Marcos, cuyo frente da a la Calle Real, y es de largo seis manzanas, y 
hace ala con el del Calvario, que está al sur, y que compone también 
la otra acera de la Calle Real. Encierra en su perímetro el barrio de San 
Marcos, treinta y seis manzanas, y dentro de él, se encuentra la parroquia, 
ocupando también la Plaza Mayor. Tiene situado en su perímetro el 
obraje del pueblo». 
 2. 
Las haciendas de los Quintanar (1793) 
             Mientras, 
        al finalizar el año de 1786, el conde de Gálvez era solemnemente 
        enterrado en el panteón de San Fernando, y el capitán don 
        Juan Domínguez estrenaba su nuevo cargo militar en el Regimiento 
        de la Luisiana, a menos de 200 kilómetros de distancia de la ciudad 
        de México, había dos hermanos, Raimundo y Narciso de Quintanar, 
        que con sus familias vivían respectivamente en la hacienda de La 
        Llave y la hacienda de La Cueva, pertenecientes a la jurisdicción 
        de San Juan del Río. 
         
               Raimundo 
        de Quintanar (1733-1802), se había casado en 1758 con Ignacia Rosalía 
        de Soto y Ruiz. Por ser el hermano mayor había heredado de su padre 
        más haciendas (Paso de Mata, Guadalupe, la Lira, Cazadero y el 
        Sauz). También era arrendatario de la hacienda de La Llave, perteneciente 
        al mayorazgo de don José Leonel de Cervantes y La Higuera, vecino 
        de México (6). La familia Cervantes tuvo la propiedad desde la 
        fundación del mayorazgo en 1585 hasta 1858 (7). 
         
               La 
        hacienda de La Llave tenía un antiguo casco, que incluía 
        una capilla. Allí también habían vivido los padres 
        de Narciso y Raimundo, el capitán don Francisco Xavier de Quintanar 
        y doña Juana Pérez de Bocanegra. Por esta razón la 
        familia de Raimundo se había instalado en el casco de la antigua 
        hacienda en lugar de ocupar las construcciones menos adecuadas de las 
        otras haciendas que eran de su propiedad. 
         
               Don 
        Narciso de Quintanar (1741-1802) era también propietario de varias 
        haciendas en esa zona (La Cueva y la hacienda compuesta por los ranchos 
        de Santiaguillo y La Laborcilla). Don Narciso se casó en 1764 con 
        doña María Josefa de Soto y Ruiz. La quinta de sus hijas, 
        María Josefa, sería la madre de, María Ignacia de 
        Quintanar. 
         
               Los 
        dos tenientes de milicias provinciales tenían relaciones frecuentes 
        con los demás hacendados de la zona y con las autoridades políticas 
        y militares de Querétaro. El 27 de marzo de 1797, por ejemplo, 
        Raimundo y Narciso acudieron a la ciudad de Querétaro para reunirse 
        en una junta general de hacendados del partido. Unos eran dueños, 
        otros arrendatarios, otros administradores y otros encargados de las haciendas. 
        En esa reunión también estaba presente la junta de árbitros 
        de milicias de Querétaro. El tema que se trató fue el prorrateo 
        de caballos con que cada hacienda debía contribuir para la provisión 
        del Regimiento Provincial Dragones de Querétaro. Los presentes 
        otorgaron y firmaron el acuerdo (8). 
         
               Don 
        Pedro Martínez de Salazar (9) dice en su relación que en 
        1793 residían en el pueblo 
      «un 
Teniente Provincial del Real Tribunal de la Acordada, que lo es don José 
Luis Caballero y otros tres Tenientes particulares, dueños de haciendas 
que lo son: don José Raymundo de Quintanar, su hermano José Narziso 
(padre del General Luis Quintanar) y don Vicente Antonio de Silis; asimismo hay 
siete comisarios y un cuadrillero, a las órdenes de los referidos Tenientes» 
(10).  
             Según 
        dicho documento, en 1793 había en la jurisdicción de San 
        Juan del Río 37 haciendas y 17 ranchos11. De ellas, las pertenecientes 
        a los Quintanar eran las siguientes: 
         
               Al 
        capitán reformado don José Manuel de Quintanar, tío 
        de Raimundo y Narciso, pertenecía: 
      -  
la hacienda de Santa Cruz (a media legua al noreste de la cabecera) (12);
 -  
la hacienda de Taxié (13).
  
             A 
        don Raimundo de Quintanar pertenecían: 
      -  
la hacienda de Paso de Mata (al oriente de la cabecera);
 -  
la hacienda de Nuestra Señora de Guadalupe (al oriente de la cabecera) 
(14);
 -  la hacienda 
de Lira que está situada (al sudoeste de la cabecera) (15);
 -  
la hacienda del Sauz (a cinco leguas de la cabecera, al poniente) (16);
 -  
la hacienda del Cazadero (17).
  
             A 
        don Narciso de Quintanar pertenecían: 
      -  
la hacienda de La Cueva, de tierras delgadas y montuosas (a tres leguas y media 
al sudeste de la cabecera) (18);
 -  
la hacienda compuesta de los Ranchos de Santiaguillo y La Laborcilla (situada 
pasando el río sobre el sudeste y como a legua y media de la hacienda de 
La Cueva). 
 
 3. 
La familia de don Raimundo de Quintanar y doña Ignacia de Soto 
             Don 
        Raimundo y doña Ignacia Rosalía tuvieron, al menos, nueve 
        hijos: Ignacia (1759), Francisco Xavier (1762), Juana María (1865), 
        Gertrudis (1769), Mariano Miguel (1770), Dolores (1772), Raimundo (1774), 
        José Raimundo (1776) y Anna Gertrudis (1778). 
         
               El 
        primer Raimundo y la primera Gertrudis murieron de niños y por 
        eso pusieron a otros dos hermanos sus nombres. Desde 1759 a 1778 vivían 
        en la hacienda de La Llave, según consta en todas las partidas 
        de bautismo de sus hijos. En 1788 seguían viviendo allí. 
        Así aparece en la partida de nacimiento de una de sus nietas (19). 
        Más tarde, al morir María Ignacia Rosalia, Raimundo se trasladaría 
        a la hacienda del Sauz. Allí vivía Raimundo en 1798 cuando 
        contrajo segundas nupcias con María Gertrudis Buitrón. 
         
               En 
        aquella época la mortalidad infantil era muy elevada. Las familias 
        solían tener ocho o nueve hijos y sólo cinco o seis llegaban 
        a la edad adulta. 
         
               De 
        los hijos de Raimundo sabemos que llegaron a la mayoría de edad: 
        Ignacia, Francisco Xavier, Juana María, Dolores y José Raimundo. 
        Los cuatro primeros se casaron y tuvieron hijos. De Juana María 
        no sabemos si llegó a casarse, pues a los 31 años, en 1796, 
        permanecía soltera. 
         
               Cinco 
        años después de quedar viudo de Ignacia Rosalía, 
        Raimundo contrajo segundas nupcias con María Gertrudis Buitrón 
        -mucho más joven que él- el 9 de octubre de 1798 (20). En 
        la partida de matrimonio, además de otros datos de menor importancia, 
        se menciona que Raimundo era vecino de la hacienda del Sauz. María 
        Gertrudis era originaria del pueblo de Tolimanejo, pero vecina de San 
        Juan del Río. 
         
               Raimundo 
        falleció en San Juan del Río 18 de septiembre de 1802 y 
        fue sepultado al día siguiente en el convento de Santo Domingo 
        (21). 
         
               En 
        1823, su esposa Gertrudis se había vuelto a casar en segundas nupcias 
        con don Juan de la Cagija, padrino de bautismo de Mercedes Domínguez 
        Quintanar (22). 
      4. 
La familia de don Narciso de Quintanar y doña Josefa de Soto 
             Veamos 
        ahora algunos datos sobre la familia de don Narciso y doña María 
        Josefa. 
         
               Según 
        consta de las partidas de bautismo, tuvieron al menos ocho hijos: Vicente 
        (1765), María Manuela (1767), Catarina (1770), Luis (1772), María 
        Josefa (1775), Gabriel (1778), María Ignacia Sebastiana (1781) 
        y José Juan (1783). 
         
               De 
        los hijos de Narciso y Josefa sabemos que alcanzaron la edad adulta cinco 
        de ellos: Vicente, María Manuela, Luis, María Josefa y María 
        Ignacia. 
         
               El 
        mayor de los hijos, Vicente, se casó ya mayor y tuvo al menos dos 
        hijas -Matilde y Timotea- que en 1895 reclamaron derechos de la herencia 
        de su tío Luis (23). 
         
               El 
        segundo de los varones fue Luis de Quintanar, destacado militar y colaborador 
        muy cercano de Iturbide durante la Guerra de la Independencia y en el 
        primer Imperio. Tendremos ocasión de repasar muchos datos de su 
        vida en esta historia. 
         
               María 
        Manuela de Quintanar, la hija mayor, fue madrina de bautismo de María 
        Ignacia de Quintanar en 1802, y de María de la Merced y Consuelo 
        Domínguez Quintanar, las dos primeras hijas de Juan Bernardo y 
        María Ignacia. 
         
               María 
        Josefa -la quinta hija- fue la madre de María Ignacia. Y María 
        Ignacia Sebastiana -la séptima hija- se casó con José 
        María Retana. 
         
               Don 
        Narciso y doña María Josefa vivían al principio en 
        San Juan del Río (es decir, en la cabecera), y luego se trasladaron 
        a la hacienda de La Cueva. Cuando nació su hija mayor, María 
        Manuela, en 1767, vivían en la cabecera. Pero luego, hasta el nacimiento 
        de su último hijo, José Juan, en 1783, aparece citada la 
        hacienda de La Cueva como el lugar de su residencia. Más tarde 
        volverían a su casa del barrio de San Marcos. Cuando nació 
        María Ignacia de Quintanar allí vivían Vicente, Luis, 
        Manuela y María Josefa, pues la otra hermana -María Ignacia 
        Sebastiana- se había casado cuatro años antes. 
         
               Narciso 
        era un hombre amante de la tradición familiar y de las instituciones 
        antigua de la Nueva España. Tanto él como doña María 
        Josefa había tenido antepasados en la Nueva España desde 
        el siglo XVI. En 1779, don Narciso había pretendido el cargo de 
        alguacil del Santo Oficio en San Juan del Río. Para po-der aspirar 
        a ese tipo de oficios era necesario presentar un escrito en el que se 
        pudiera comprobar la limpieza de sangre del aspirante. A través 
        de ese documento podemos conocer sus más próximos ascendientes 
        y los de su esposa (24). 
         
               Doña 
        María Josefa de Soto murió el 9 de octubre de 1786. El 13 
        de febrero de 1790, don Narciso contrajo segundas nupcias, en la capilla 
        de la hacienda de La Cueva, con doña Vicenta Casimira Villagrán, 
        española, viuda de don Felipe Álvarez, originaria de Huichiapan 
        y vecina de San Juan. Huichiapan era, como recordaremos, el lugar de origen 
        de Felipe de Quintanar, abuelo de Narciso y Raimundo. 
         
               Don 
        Narciso murió el 7 de marzo de 1802, a los sesenta y un años 
        de edad, y fue sepultado al día siguiente en el camposanto de la 
        parroquia. 
         
               En 
        1821 -año de la boda de Juan Bernardo y María Ignacia- las 
        familias de Raimundo y Narciso se habían multiplicado mucho. María 
        Ignacia conviviría estrechamente con muchos primos suyos: principalmente 
        con los Castanedo Quintanar, los García Quintanar, los Quintanar 
        Landeros y los Quintanar Osorio (25). 
      5. 
La familia de don Manuel Delgado y doña María Josefa de Silis 
             Además 
        de las familias de Raimundo y Narciso nos interesa conocer la familia 
        de María Josefa de Silis, hija de don Pedro de Silis y doña 
        Teresa Gutiérrez de Romero. 
         
               Doña 
        María Josefa de Silis -que era de la misma edad que María 
        Josefa de Soto- casó el 5 de marzo de 1764 con don Manuel Delgado 
        y Rico, médico aprobado originario de Querétaro. Don Manuel, 
        hijo de don José Delgado y de doña Francisca Rico, llevaba 
        pocos meses en San Juan del Río. La familia Delgado y Silis no 
        fue muy numerosa, como solían serlo las familias de esa época, 
        porque doña María Josefa murió bastante joven: a 
        los treinta y nueve años de edad. Falleció el 27 de septiembre 
        de 1781 habiendo recibido todos los sacramentos, y al día siguiente 
        fue sepultada en el convento de Santo Domingo. 
         
               Don 
        Manuel (+ 1788) y doña Josefa (1742-1781) tuvieron sólo 
        tres hijos: María Josefa (1769-1793), Gertrudis (1769-1770) y José 
        Ignacio (1771-1809). 
         
               María 
        Josefa Delgado y Silis casó a los veinticinco años con don 
        Cayetano Ábrego, pero murió el mismo año de su matrimonio. 
        Gertrudis falleció al año de nacida. Don Manuel quedó 
        viudo en 1781 con dos hijos pequeños, Josefa de doce años 
        y José Ignacio de nueve. 
         
               Don 
        Manuel era un hombre piadoso. En 1783, a los dos años de haber 
        fallecido su esposa, fue recibido como hermano fundador en la Archicofradía 
        del Divinísimo Señor Sacramentado. Cinco años más 
        tarde, en 1788, falleció, y fue sepultado en el convento de Santo 
        Domingo, junto a su mujer. 
      6. 
        El nacimiento de María Ignacia de Quintanar (1802) 
      
              Llegamos 
        ahora a un capítulo de la historia familiar difícil de narrar. 
        Estuve dudando si convenía dar a conocer, con detalle, a los lectores 
        las circunstancias del nacimiento de María Ignacia. Después 
        de pensarlo bien y de pedir la opinión a varias personas prudentes 
        que merecen toda mi confianza, me decidí a no ocultar ningún 
        dato de la investigación que he llevado a cabo sobre la familia. 
        Me parece que no hay que tener miedo a la verdad, aunque resulte dolorosa. 
        Por otra parte, ese ha sido el móvil de mi búsqueda en el 
        pasado: encontrar la verdad sobre nuestros antepasados lo más nítida 
        posible. 
         
               Después 
        de haber formulado sucesivamente varias hipótesis sobre el nacimiento 
        de María Ignacia de Quintanar, a principios de este año 
        (1999), encontré casi por casualidad la partida de matrimonio de 
        mis tatarabuelos en el Archivo de la Parroquia de la Catedral Metropolitana 
        de México (26). Siempre había pensado que Juan Bernardo 
        y María Ignacia se habían casado en la parroquia de San 
        Juan del Río. Y, como en ese archivo faltan los libros de casamientos 
        de 1814 a 1824, di por concluida la investigación. Pero al descubrir 
        que realmente se habían casado en la capilla del Rosario del convento 
        de Santo Domingo de la ciudad de México, el 19 de noviembre de 
        1821, surgieron nuevas posibilidades para encontrar la verdad. 
         
               El 
        hallazgo más importante, sin duda alguna, fue descubrir los nombres 
        de los padres de María Ignacia: Ignacio Delgado y María 
        Josefa de Quintanar. Hasta entonces habían permanecido totalmente 
        desconocidos para mí y para todos sus descendientes vivos en la 
        actualidad. 
         
               Pero 
        ¿quiénes eran Ignacio Delgado y María Josefa Quintanar? 
        Me puse a revisar de nuevo los libros de bautismos, casamientos y enterramientos 
        del Archivo Parroquial de San Juan y, al poco tiempo, pude llegar a una 
        hipótesis que me parece la más probable de todas. Ignacio 
        Delgado era el hijo menor de don Manuel Delgado (el médico de Querétaro) 
        y doña Josefa de Silis (la hija del alguacil mayor don Pedro de 
        Silis). María Josefa Quintanar era la quinta hija de don Narciso 
        de Quintanar y doña María Josefa de Soto. 
         
               Veamos 
        ahora cómo fue el nacimiento de María Ignacia Quintanar, 
        según esta hipótesis. 
         
               Para 
        comprender lo más exactamente posible cómo se desarrollaron 
        los acontecimientos necesitamos volver a 1788, año del fallecimiento 
        de don Manuel Delgado. 
         
               Con 
        la muerte de su padre, quedaban huérfanos Josefa e Ignacio, con 
        diecinueve y diecisiete años respectivamente. Tenían varios 
        tíos en San Juan y en las haciendas cercanas con los que podían 
        vivir a partir de entonces. Uno de ellos era don Manuel de Silis, sacerdote 
        residente en San Juan y capellán del Colegio de Educandas. Otra 
        tía era Magdalena de Silis. Permanecía soltera y pudo también 
        recibir a los dos hermanos con gusto. 
         
               Mientras 
        tanto, don Narciso de Quintanar y sus hijos -necesariamente cercanos a 
        los Delgado y Silis, por edad y posición social- también 
        pasaban por momentos de dolor. En 1786, habían fallecido doña 
        María Josefa de Soto, que tendría alrededor de cuarenta 
        años de edad, y con pocos días de diferencia, su hija Catarina, 
        que murió a los dieciséis años de edad. María 
        Josefa, la que sería madre de María Ignacia, tenía 
        entonces once años de edad. 
         
               Pasó 
        el tiempo y se celebró el matrimonio de Josefa Delgado y Silis. 
        Uno de los padrinos fue Ignacio, que en 1793 tenía veintidós 
        años de edad. María Josefa de Quintanar, que conocería 
        bien a Josefa Delgado, había cumplido los dieciocho años. 
         
               Muy 
        pronto, para Ignacio, llegó otro golpe duro. Su única hermana 
        fallecía a los pocos meses de casada. Era una prueba que, sin embargo, 
        llevaría con aceptación plena de la voluntad de Dios. 
         
               Poco 
        tiempo antes de esa fecha Ignacio había decidido entregar su vida 
        a Dios e ingresar en el Seminario Conciliar de México, pues San 
        Juan del Río perteneció a la arquidiócesis de México 
        hasta 1864, año en que pasó a formar parte de la recién 
        creada diócesis de Querétaro. 
         
               No 
        olvidemos que Ignacio procedía de una familia cristiana -su abuelo 
        materno (don Pedro de Silis) y su padre eran especialmente piadosos- y 
        estaba rodeado de sacerdotes conocidos. 
         
               Vale 
        la pena que echemos una mirada, aunque sea brevemente, a la situación 
        del seminario en aquellos años de fines del siglo XVIII. 
         
               El 
        Seminario Conciliar estaba situado junto a la sacristía mayor de 
        la catedral metropolitana, en el ángulo noreste de los edificios 
        que ocupa el conjunto de la catedral. 
         
               En 
        1798, además del rector y el vicerector había en el seminario 
        doce catedráticos, seis sacerdotes con becas de oposición, 
        veintitrés sacerdotes, 50 bachilleres, 63 alumnos de teología 
        y 97 alumnos en preparación para los estudios teológicos. 
        En total, el seminario alojaba a unas 250 personas (27). 
         
               El 
        arzobispo de México, don Alonso Núñez de Haro y Peralta 
        (1771-1800) -que además de arzobispo, ocupó la sede virreinal 
        después de Bernardo de Gálvez durante algunos meses- tuvo 
        un gran celo pastoral y llevó a cabo importantes reformas en el 
        seminario. Era un hombre muy humilde. Quiso que en su sepultura grabaran 
        a su muerte la siguiente inscripción: «Aquí yace don 
        Alonso polvo y nada». 
         
               Don 
        Alonso se propuso encauzar debidamente las ideas revolucionarias que llegaban 
        de Europa y que tenían en el seminario uno de sus puntos principales 
        de difusión en la sociedad novohispana. Durante sus años 
        de seminarista, Ignacio recibiría tanto la formación escolástica 
        rigurosa que se impartía en el seminario, como la influencia de 
        las nuevas ideas sobre cómo había que entender la libertad, 
        la igualdad y la fraternidad en la nueva época histórica 
        que comenzaba (28). 
         
               Pues 
        bien, Ignacio estudió en ese ambiente. Probablemente ingresó 
        en el Seminario hacia 1790. Don Alonso Núñez de Haro y Peralta 
        le confirió todas las órdenes menores y las mayores. Ignacio 
        recibió la tonsura, ostiariado, lecto-rado, exorcistado y acolitado 
        la tarde del día 21 de septiembre de 1792 en la iglesia del convento 
        de Regina Coeli. En esa misma iglesia recibió el subdiaconado (la 
        mañana del 20 de septiembre de 1793) y el diaconado (la mañana 
        del 20 de septiembre de 1794). Un año y medio después, el 
        20 de febrero de 1796 recibió, junto con otros ocho compañeros, 
        la ordenación sacerdotal como presbítero. Sus padres y sus 
        hermanos ya habían fallecido. Desde el cielo se alegrarían 
        con él ese día, el más solemne de su vida. 
         
               El 
        23 de octubre de 1798 aparece la primera firma de Ignacio en el libro 
        de bautismos de la parroquia de San Juan. Tenía como título 
        de ordenación una capellanía, como era frecuente en aquella 
        época. Además, conocía la lengua de los otomíes 
        (29). Había sido nombrado vicario parroquial. Junto con otros nueve 
        sacerdotes atendía las necesidades de la parroquia y estaban bajo 
        la dirección del párroco, don Ignacio Espino Barros. Otro 
        de los vicarios parroquiales era don Francisco Antonio de Soto, hijo de 
        don Santiago de Soto y doña Dolores Ruiz, que en 1824 sería 
        el padrino de Consuelo Domínguez Quintanar. Además había 
        otros sacerdotes que residían en San Juan o en las haciendas cercanas, 
        como don Felipe de Quintanar, hermano de Narciso y don Manuel de Silis, 
        tío de Ignacio. 
         
               Ignacio 
        llegaría a San Juan del Río, por tanto, lleno de la ilusión 
        que siempre tiene un sacerdote joven. Con celo y espíritu de sacrificio 
        procuraría atender las tareas pastorales que tenía a su 
        cuidado. 
         
               Ahora 
        veamos qué sucedió, mientras tanto con María Josefa 
        de Quintanar, la madre de María Ignacia. 
         
               El 
        año de 1798 fue un año difícil para María 
        Josefa Quintanar. En enero había fallecido su hermano José 
        Juan a los catorce años de edad, y en agosto se casó su 
        hermana María Ignacia Sebastiana con don José María 
        Retana. Quedaban, por lo tanto, cuatro hermanos solteros viviendo con 
        don Narciso: Vicente (1765), Manuela (1767), Luis (1772) y María 
        Josefa (1775). 
         
               El 
        18 de marzo de 1799, María Josefa fue recibida como hermana en 
        la Archicofradía del Divinísimo Señor Sacramentado. 
        Iba a cumplir veinticuatro años y quizá había decidido 
        llevar una vida de piedad más sólida. Sus padres pertenecían 
        a dicha Archicofradía desde el año de su fundación 
        en 1783 (30). 
         
               A 
        principios de 1802 los cuatro hermanos Quintanar vivían con su 
        padre, don Narciso, y con su segunda esposa doña Vicenta Villagrán, 
        en el barrio de San Marcos. La casa de los Quintanar estaba por tanto 
        situada en un lu-gar muy cercano a la parroquia en la que vivía, 
        como vicario parroquial, Ignacio Delgado. 
         
               Don 
        Narciso falleció el 7 de marzo de 1802 a los sesenta y un años 
        de edad. Dos años después fallecería su esposa doña 
        Vicenta. 
         
               Los 
        cuatro hermanos Quintanar quedaban huérfanos. Vicente, como era 
        el hermano mayor, se dedicaría a atender los intereses de la familia. 
        Luis dedicaba gran parte de su tiempo al Regimiento de Dragones de Querétaro, 
        del cual formaba parte. Entonces tenía el grado de subteniente. 
        No tenía intenciones de contraer matrimonio por el momento. 
         
               Para 
        las dos hermanas había pasado ya el tiempo acostumbrado en aquella 
        época para el matrimonio. María Manuela y María Josefa 
        sentirían especialmente la muerte de su padre. 
         
               Todas 
        estas circunstancias que he procurado narrar con más detenimiento, 
        no justifican, indudablemente, la conducta de Ignacio y María Josefa. 
        Pero al menos nos ayudan a comprenderlos y a no escandalizarnos de los 
        pecados humanos. Es una pena que los hombres seamos pecadores. Pero, gracias 
        a Dios, lo maravillosos es que el Señor es un Padre Misericordioso 
        que siempre nos perdona -cualquiera que haya sido nuestro pecado- si nos 
        arrepentimos y volvemos a él como hijos pródigos. «A 
        grandes males, grandes bienes». Si Dios encuentra nuestro corazón 
        arrepentido, de los grandes pecados humanos saca siempre frutos maduros 
        de santidad. 
         
               Llegó 
        por fin el 19 de noviembre de 1802, probablemente el verdadero día 
        del nacimiento de María Ignacia. Para Ignacia ese fue el primer 
        día de su vida, el don de la vida que recibió de Dios, a 
        través de sus padres, a quienes no se les ocurrió cometer 
        el crimen del aborto que, en este caso, algunos podrían pensar 
        que estaba justificado. 
         
               Para 
        María Josefa de Quintanar, en cambio, sería el último 
        día de su vida. Debió de sufrir mucho en los últimos 
        momentos. En aquella época especialmente, para una mujer de buena 
        familia, era algo infamante ser madre soltera. De alguna manera, la providencia 
        de Dios permitió que de esta manera reparara sus pecados y se purificara 
        para ir al encuentro del Señor en la vida eterna. 
         
               El 
        texto de su acta de sepultura, que se llevó a cabo el 20 de noviembre 
        de 1802, es el siguiente (31): 
      [Al 
margen izquierdo] Da. María Josefa Quintanar Española Doncella. En 
veinte de Noviembre de mil ochocientos dos: sepulté en la Parroquia de 
este Pueblo de San Juan del Río a Da. María Josefa Quintanar Española 
doncella hija lexitima de D. Narciso Quintanar, y Da. María Nicolasa32 
Soto vecina de esta cavezera, Recivio los Santos Sacramentos de Penitencia y Ex-tremauncion, 
no testó por que dicen murió repentinamente. [Rúbrica] 
Ignacio Espino Barros. [Al margen derecho] Cavezera. 
 
              María 
        Ignacia fue bautizada el día 26 de noviembre de 1802. Ignacio Delgado 
        quiso administrarle el Sacramento del Bautismo. María Manuela de 
        Quintanar fue su madrina. En los libros parroquiales tuvo que ser registrada 
        como «hija de padres no conocidos». Discretamente se dejó 
        constancia de que había nacido, «según dicen» 
        -reza el texto de la partida-, un día antes. En realidad había 
        nacido, al menos, una semana antes: probablemente el mismo día 
        del fallecimiento de su madre: 19 de noviembre de 1802. 
             El 
        texto completo de su partida de bautismo es el siguiente (33): 
      «En 
la Parroquia de San Juan del Río, en veinte y seis de Noviembre de mil 
ochocientos dos: el B.D. Ignacio Delgado (VP) Bapticé solemnemente â 
María Ignacia Josefa Guadalupe que dicen tiene un día de nacida 
hija de Padres no conocidos, fue su Madrina Dª María Manuela Quintanar 
Doncella hija de Don Narciso Quintanar, y Dª María Soto, todos Españoles 
vecinos de el Barrio de San Marcos de esta feligresía, le advertí 
su obligación y parentesco espiritual». Ignacio Espino Barros 
[Rúbrica]. Ignacio Delgado [Rúbrica]  Al margen izquierdo dice: 
«María Ignacia Josefa Guadalupe. Española. Sacada (certificación) 
en 1º de Nov. a 822». 
 
              Como 
        es lógico, se procuró ocultar cuidadosamente quiénes 
        eran los padres de aquella niña. Es probable que muy pocas personas 
        hayan conocido la verdad. Nuestra familia no la conocía, al menos 
        desde la generación de mi madre. Ahora, doscientos años 
        después, no importa que la sepamos. Así podremos acordarnos 
        de rezar más por los protagonistas de esta historia dolorosa, pero 
        al mismo tiempo alegre, porque estoy seguro de que acabó bien. 
         
               María 
        Josefa murió habiendo recibido «los Santos Sacramentos de 
        la Penitencia y Extremaunción». No pudo recibir el Viático 
        ni hacer testamento porque «murió repentinamente», 
        quizá poco después del parto. 
         
               En 
        cuanto a Ignacio, ¿qué podemos decir de él? Quizá 
        era más consciente -por la formación recibida- de la gravedad 
        de su pecado. La caída no le hizo desesperarse. Le movió 
        más bien a tomar la decisión de cambiar de vida y a rectificar 
        su conducta. 
         
               Desde 
        aquel momento hasta su muerte, en 1809, Ignacio permaneció atendiendo 
        las necesidades pastorales de la parroquia de San Juan. Por ejemplo, en 
        1808 asistiría al matrimonio de don Esteban Díaz y doña 
        Ramona Torres, que más tarde tendrían una estrechísima 
        relación con Juan Bernardo y María Ignacia. 
         
               Sin 
        embargo, la providencia de Dios, también en su caso, había 
        escogido lo mejor. 
         
               Ya 
        el 3 de julio de 1809, Ignacio estaba enfermo pues tuvo que hacer testamento 
        ante el escribano don José María Camacho ese día. 
        No sabemos qué tipo de enfermedad padecía. En aquella época 
        las expectativas de vida eran muy cortas. Los jóvenes morían 
        frecuentemente de infecciones como la tuberculosis, el cólera o 
        la viruela. 
         
               En 
        el mes que la Iglesia dedica a las almas del purgatorio quiso el Señor 
        llevarse a Ignacio. Murió el día 6 de noviembre de 1809 
        habiendo recibido los Santos Sacramentos de Penitencia, Sagrado Viático 
        y Extremaunción. Fue sepultado su cadáver al día 
        siguiente en el campo santo de la parroquia. 
         
               María 
        Ignacia iba a cumplir los siete años de edad. ¿Recordaría 
        después a su padre? Quizá en ese momento no sabía 
        que Ignacio era su padre pero, llegaría un momento en que le dirían 
        la verdad. Es significativo que haya escogido justo el día 19 de 
        noviembre para su boda con Juan Bernardo. Cuando le preguntaron quiénes 
        habían sido sus padres no dudó en decir la verdad. Así 
        quedó escrito en su partida de matrimonio: «doña María 
        Ignacia Delgado y Quintanar, hija de don Ignacio Delgado y doña 
        María Josefa Quintanar». 
         
               En 
        la partida de defunción de Ignacio, aparece un párrafo, 
        con letra diferente al del resto del documento, que dice lo siguiente: 
      «hizo 
Testamento ante D. Jose María Camacho, en tres de julio de mil ochocientos 
nueve, dejo Memoria de quatrocientas Misas y un legado a Maria Josefa hija expuesta 
al dicho Bachiller de cincuenta pesos anuales cuyo capital de mil pesos se han 
de reconocer sobre la Hacienda de Santa Rita sitta en esta Cavezera o en otra 
finca y que si esta falleciese antes de poder disponer de ellos a su voluntad; 
los reparta la Albacea o los subacredores de esta a los Pobres de este Pueblo, 
y a falta de estos los repartira el Sr. Cura que en tiempo fuere; y para que conste 
lo firme». [Rúbrica de Manuel Antonio de Soto]  
             La 
        albacea pudo haber sido María Manuela de Quintanar, que se había 
        encargado de la educación de María Ignacia. El sacerdote 
        que firma la partida de defunción, Manuel Antonio de Soto, como 
        podremos recordar, era tío de María Josefa de Quintanar 
        (hermano de su madre). 
         
               Quien 
        escribió estas palabras dejó constancia, discretamente, 
        de un secreto descubierto doscientos años después. 
         
               No 
        he podido encontrar el testamento de Ignacio Delgado ni en el Archivo 
        Histórico de San Juan del Río ni en el de Querétaro. 
        Sin embargo, con todos los datos que tenemos, me parece que la hipótesis 
        que he manejado sobre la filiación de María Ignacia de Quintanar, 
        tiene una gran probabilidad de ser verdadera. 
         
               El 
        documento fundamental es su partida de matrimonio en la que aparecen claros 
        los nombres de sus padres. Me parece muy poco probable la posibilidad 
        de que Ignacio fuese sólo padre adoptivo de María Ignacia. 
        El hecho de que en su partida de defunción se diga que María 
        Josefa (recordemos que los nombres de bautismo de Ignacia fueron María 
        Ignacia Josefa Guadalupe) era «hija expuesta al dicho Bachiller» 
        no es concluyente de que fuera sólo hija adoptiva de Ignacio Delgado. 
        Se comprende que, para no dar escándalo, se mantenía oculta 
        la verdad. 
         
               Es 
        significativo que en la partida de matrimonio Ignacia aparezca con sus 
        dos apellido Delgado y Quintanar. Se dice además, que era «hija 
        legítima de legítimo matrimonio de D. Ignacio Delgado y 
        de D. María Josefa Quintanar». Aunque esto no era verdad 
        (seguramente habrán consignado la legitimidad como un trámite 
        más al escribir las partidas de matrimonio), indica que al hacer 
        la información matrimonial los contrayentes dieron el dato claro 
        de que María Ignacia era hija verdadera de sus dos padres, y no 
        adoptiva. Además, si fuera «hija expuesta», se hubiera 
        consignado así en su partida de bautismo. En cambio se dice que 
        era «hija de padres no conocidos». Se utilizaba en cambio 
        la expresión de «hijo expuesto» para los hijos abandonados 
        y que eran adoptados por una familia. 
         
               Tampoco 
        me parece viable la hipótesis de que la madre de Ignacia fuese 
        otra María Josefa Quintanar distinta de la hija de don Narciso. 
        He revisado los libros del Archivo Parroquial de San Juan y las cuatro 
        o cinco mujeres Quintanar -y distintas de la hija de Narciso- que he encontrado 
        con el nombre de María Josefa (además de llevar algún 
        otro nombre), tienen muy pocas posibilidades de ser la madre de Ignacia, 
        o porque estaban casadas o por ser mujeres de mayor edad (34). 
         
               En 
        cambio hay una convergencia grande de indicios que lleva a la conclusión 
        de que María Josefa Quintanar, la hija de Narciso, es la madre 
        de María Ignacia. Los más importantes -a mi juicio- son 
        el que María Josefa haya fallecido repentinamente unos días 
        antes del bautismo de María Ignacia, y que María Ignacia 
        tuvo una estrecha relación siempre con María Manuela (que 
        fue su madrina de bautismo y también la madrina de bautismo de 
        sus dos primeras hijas) y con Luis de Quintanar (que fue el padrino de 
        su boda). 
         
               De 
        cara a los vecinos de San Juan, don Ignacio Delgado había recibido 
        una niña expuesta que había adoptado como suya, y había 
        pedido a María Manuela de Quintanar que fuera su madrina, y luego 
        que la llevara consigo a su casa para criarla como hija. Nadie sabía 
        que esa niña era hija de María Josefa y de Ignacio. 
         
               Una 
        vez que hemos llegado a descubrir, con bastante probabilidad de acertar, 
        el origen de María Ignacia de Quintanar, volveremos -en el siguiente 
        capítulo- al momento en que Juan Bernardo Domínguez y Gálvez 
        dejaba definitivamente las tierras en las que había nacido y se 
        había educado (La Habana, Nueva Orleans, Panzacola) y llegaba al 
        puerto de Veracruz con el grado militar de teniente. Era el año 
        de 1813. Pero antes, conviene dedicar un apartado a la organización 
        del Ejército de América a principios del siglo XIX. 
      7. 
Hacendados y militares hacia 1800 
             Como 
        hemos visto, los Quintanar era una familia de hacendados y militares. 
        Por eso, es importante que nos detengamos a conocer, al menos de modo 
        general, cómo estaba constituido el ejército en la Nueva 
        España a finales del siglo XVIII y principios del XIX, y cuáles 
        eran algunas de sus características más intere-santes para 
        nuestra historia35. Además, este apartado nos servirá como 
        introducción al próximo capítulo en el que trataremos 
        de la vida de Juan Bernardo en el ejército realista a principios 
        del siglo XIX. 
         
               Como 
        ya hemos señalado en el capítulo anterior, tres clases de 
        tropas se ocupaban de la defensa del imperio ultramarino de la corona 
        española: 
      -  
la Fija o Veterana de las fortalezas y guarniciones;
 -  
la Movible o de Refuerzo remitida desde la Península;
 -  
y la Miliciana.
  
             Los 
        Cuerpos Fijos de la Nueva España eran en 1786 los siguientes: 
      -  
Regimiento de Infantería Fijo de la Corona (de este Regimiento había 
formado parte Bernardo de Gálvez cuando estuvo en Chihuahua);
 -  
Regimiento de Dragones de España (se utilizaba el nombre de Dragones para 
designar la caballería);
 -  
Regimiento de Dragones de México;
 -  
Dos Compañías de Infantería Ligera;
 - Batallón 
de Infantería de Castilla de Yucatán;
 - Compañía 
de Guarnición Fija del Presidio de Bacalar;
 - Compañías 
Veteranas de Caballería;
 - Cuatro 
Compañías Volantes.
  
             Desde 
        1789 el único Regimiento de Infantería, llamado Fijo de 
        la Corona se dividió en tres: el Fijo de México, el Fijo 
        de la Nueva España y el Fijo de Puebla, del cual formaría 
        parte Juan Bernardo a partir de 1819. En 1793 se creó uno Fijo 
        de Veracruz. 
         
               También 
        había Tropas movibles remitidas desde España. En cuatro 
        años se renovaban. Los que querían podían pasar entonces 
        a formar parte de los regimientos de veteranos. 
         
               Sin 
        embargo, lo más sobresaliente de las reformas iniciadas en 1763 
        es la reorganización de las milicias. Estas medidas fueron implantadas 
        por Villalba en la Nueva España en 1776. Todos los hombres entre 
        los quince y cuarenta y cinco años, salvo algunas excepciones (profesiones 
        liberales, por ejemplo) estaban obligados a alistarse en estas milicias. 
        La adscripción a una determinada milicia se hacía en función 
        del grupo social. Había milicias para blancos, pardos (mestizos 
        o mulatos) y morenos (negros). Los milicianos estaban sometidos al fuero 
        militar y exentos de la jurisdicción ordinaria. Cuando eran movilizados 
        y prestaban servicios cobraban un sueldo. 
         
               A 
        medida que avanzaba el siglo XVIII las milicias fueron estructurándose. 
        Por una real orden del 22 de agosto de 1791 se distinguía entre: 
      -  
Milicias disciplinadas, si disponían de Plana Mayor veterana (coronel, 
teniente coronel, sargento mayor, ayudantes mayores, capellán, cirujano, 
tambor mayor, pífano y un asesor), instructores o asambleas regladas, y 
sus miembros tenían los derechos y obligaciones estipulados en los reglamentos 
militares;
 -  
Milicias urbanas o sueltas si carecían de los requisitos anteriores.
 
 
              A 
        los milicianos sólo se les movilizaba en caso necesario, pero se 
        mantenían permanentemente los cuadros de mando. Los milicianos 
        eran adiestrados en el manejo de las armas y eran provistos de uniformes 
        y pertrechos. Poco a poco, cada compañía tendrá su 
        uniforme y su estandarte distintivo. El armamento se guardaba en los Ayuntamientos 
        de los pueblos. 
         
               En 
        general, los batallones estaban formados por un sargento mayor, un ayudante 
        y un tambor mayor. En cada compañía existía un teniente, 
        un primer sargento, dos cabos, un tambor y un número variable de 
        tropa. Los milicianos también disponían de los servicios 
        de un capellán y un cirujano. 
         
               Los 
        milicianos gozaban de fuero militar. Este disfrute era vitalicio cuando 
        se retiraban después de veinte años de servicio o por invalidez 
        a causa de alguna batalla. 
         
               Los 
        blancos podían ascender más fácilmente que los pardos 
        (mestizos) y morenos (negros), que sólo lo hacían por antigüedad 
        y en periodos más amplios que en otros cuerpos. 
         
               En 
        1780, la Nueva España contaba con un ejército de milicianos 
        integrado por 7,829 hombres, formados por cuerpos de infantería 
        y caballería, integrados en su mayor parte por pardos. 
         
               Hasta 
        1750 había en toda América pocas tropas regulares, con excepción 
        de las Guardias Virreinales y las tropas destinadas a la defensa de los 
        puertos. La situación cambió debido a la tensión 
        internacional. Los Borbones concedieron privilegios a los militares, que 
        constituían un incentivo psicológico y social más 
        que lucrativo en sí mismo (36). Todos los militares de esa época 
        tenían conciencia de su importancia dentro del Estado y de la grandeza 
        de su profesión. Estos conceptos y las normas para su ejecución 
        se recogían en las Ordenanzas Militares de 1768. 
         
               El 
        ingreso al ejército permitía a los criollos un reconocimiento 
        y un prestigio social que el dinero sólo no proporcionaba. El incremento 
        de prestigio de la institución militar, a raíz de las reformas, 
        obligó a establecer criterios de selección de la oficialidad. 
        Los altos oficiales eran casi todos peninsulares y ocupaban cargos administrativos 
        y políticos. Los oficiales medios, que mandaban la tropa, eran 
        criollos hijos de terratenientes y comerciantes. En la tropa había 
        mayoría de peninsulares y criollos, pero cada vez fue aumentando 
        el número de cabos y soldados de diversas razas. 
         
               A 
        fines del siglo XVIII en la oficialidad mexicana hay un claro predominio 
        criollo, tanto en los regimientos regulares como en los de milicias, aunque 
        los segundos les interesaban más aún. 
         
               Los 
        ascensos, en general, solían tardar mucho en llegar. En 1808, en 
        España, en los regimientos de línea, el promedio de edad 
        era de cincuenta años para los tenientes, cincuenta y ocho para 
        los capitanes y sesenta y tres para los tenientes coroneles. En cambio 
        los ascensos eran rápidos en el Cuerpo de Guardias, en el que se 
        era oficial a los dieciséis años. 
         
               La 
        mayoría de los oficiales se dedicaban a vegetar sin el menor porvenir 
        en las milicias provincianas o urbanas. Un decreto de 1817 reconocía 
        que «las tropas padecen grandes estrecheces». Hay que tener 
        en cuenta que los grados inferiores a capitán tenían prohibido 
        casarse, a los militares procesados se les reducía su paga en dos 
        tercios durante el proceso y no había recurso contra las notas 
        secretas puestas en los expedientes y que podían destruir cualquier 
        carrera (37). 
         
               A 
        principios del siglo XIX el ejército realista permanente de la 
        Nueva España se componía de seis mil hombres de línea, 
        de los cuales 720 eran artilleros y el resto soldados de infantería 
        y caballería. 
         
               Como 
        hemos visto, la fuerza principal destinada a la defensa del país, 
        estaba integrada por los cuerpos de milicias provinciales. Estas milicias 
        sólo intervenían cuando había algún peligro 
        para la paz. Los batallones y compañías se formaban con 
        la gente del campo o artesana, que sin separarse de sus ocupaciones en 
        tiempo de paz, estaba dispuesta a servir en el de guerra (38). 
         
               Los 
        jefes de los cuerpos provinciales eran los comerciantes y propietarios, 
        y sus administradores y dependientes, eran los oficiales. El empleo de 
        coronel o teniente coronel eran distinciones muy solicitadas y, a veces, 
        compradas a caro precio. 
         
               Ahora 
        ya estamos en condiciones de comprender mejor como los Quintanar del siglo 
        XVIII - por ejemplo, don Francisco Xavier, don José Manuel, don 
        Raimundo y don Narciso- eran hacendados, pero también tenían 
        funciones militares. Formaban parte de las milicias provinciales sueltas. 
         
               Don 
        Luis de Quintanar -hijo de don Narciso- había comenzado su carrera 
        cuando tenía cerca de los treinta años de edad en el Regimiento 
        de Dragones de Querétaro (caballería), que formaba parte 
        de las milicias provinciales disciplinadas. Después, se integraría 
        plenamente a la vida militar en el ejército del México independiente. 
         
               Juan 
        Bernardo, en cambio, era militar de profesión. Estudió en 
        una academia desde los doce años de edad, y era un oficial del 
        ejército realista. En la Nueva España lo veremos, al comienzo 
        del movimiento de independencia de 1821, al frente -como sargento mayor- 
        de un batallón de las milicias provinciales disciplinadas: el Batallón 
        de Guadalajara (de infantería), que formaba parte del ejército 
        de la Nueva Galicia (39). 
         
               En 
        el año de 1813, Juan Bernardo había llegado al puerto de 
        Veracruz. Era un joven teniente de veintinueve años de edad, y 
        llegaba destinado a la Nueva España «para combatir a los 
        insurgentes». Quién le iba a decir en ese momento que ocho 
        años más tarde, él mismo se uniría decididamente 
        a la causa de la independencia de México. 
      Notas (1) 
Cfr. AYALA, p. 101, que toma esos datos de AH, Compendio histórico, político, 
topográfico, hidráulico, económico e instructivo que manifiesta 
el estado de la Jurisdicción de San Juan del Río de la Provincia 
de México por fines de diciembre del año de 1793, hecho por don 
Pedro Martínez de Salazar y Pacheco, dedicado al Excmo. Sr. Conde de Revilla 
Gigedo. (2) Cfr. AYALA, p. 183. (3) Cfr. AYALA, p. 200. (4) Cfr. AYALA, 
p. 101 y 102. (5) AYALA, p. 102. (6) Cfr. AYALA, p. 106. Cfr. AGN, Tierras, 
vol. 967, exp. 5, f. 128. (7) El mayorazgo de «La Llave» procedía 
de doña Beatriz de Andrada, segunda esposa de Juan Jaramillo, que al morir 
sin descendencia dejó como heredero a su sobrino don Lucas de Lara y Cervantes. 
En 1858 don José María Cervantes y Velasco, marqués de Salinas 
y conde de Santiago de Calimaya, vendió la propiedad, ya desvinculada del 
mayorazgo, a don Francisco de Iturbe. Actualmente es una dependencia del ejército 
mexicano. (8) Cfr. AH, Haciendas y hacendados. Obligación de los 
hacendados de la jurisdicción de Querétaro, para el prorrateo de 
caballos del Regimiento Provincial, en Boletín del Archivo General 
del Estado, nº 1. Octubre a Diciembre de 1992, p. 21 a 24. Entre los firmantes 
también aparece un José María Perusquía y un Fernando 
Romero, que pudieran estar relacionados con el Dr. Guadalupe Perusquía 
y con doña Teresa Romero (bisabuela de María Ignacia) respectivamente. (9) 
Cfr. AYALA, p. 98 y siguientes, que tomó esos datos de AH, Compendio 
histórico, o.c., p. 10, nº. 14. (10) AYALA, p. 104. (11) 
Es interesante señalar que entre los comisarios menciona a don José 
Martí como encargado de la hacienda de La Laja. En esa época dicha 
hacienda pertenecía a los herederos de don Juan Antonio de Urrutia y Arana, 
marqués de la Villa de Villar del Aguila, vecino de Querétaro (cfr. 
AYALA, p. 112). Don Juan Antonio de Urrutia y Arana construyó, por su propia 
iniciativa, el Acueducto de Querétaro (1726-1738) para dotar a la ciudad 
de agua potable, y edificó también las primeras diez fuentes públicas 
que hubo. (12) Cfr. AYALA, p. 106. Esta hacienda pertenecía entre 1801 
y 1810 a José Florentino de Quintanar, hijo del capitán José 
Manuel de Quintanar. Cfr. J. I. URQUIOLA, Historia de la cuestión agraria. 
Estado de Querétaro, vol. II, Juan Pablos editor, México 1989, 
p. 428. (13) Cfr. en AH, Compendio histórico
, p. 14, nº 
30. (14) Cfr. AYALA, p. 107. En la declaración de bienes de doña 
Ignacia de Quintanar (una homónima y tía segunda de la esposa de 
Juan Bernardo), fechada el 14 de enero de 1814 (cfr. documento en el Archivo Histórico 
Municipal) se dice que don José Raimundo -es decir, su padre- había 
fallecido «muchos años antes». Era viuda de don Francisco Castanedo 
y Pita, y había heredado de su padre las haciendas del Sauz y de Guadalupe. (15) 
Cfr. AYALA, p. 109 y 110. Esta hacienda hace sus riegos -dice Ayala- con el agua 
que se saca de las innumerables norias que se han abierto. La hacienda de Lira 
-propiedad de don Francisco Pérez de Bocanegra en el siglo XVII- es una 
de las más bellas del Plan de San Juan. Tiene un casco neoclásico 
de grato sabor mexicano. Parece que es obra del famoso arquitecto celayense Francisco 
Eduardo Tres Guerras que en 1793, fecha en la que fue construido el casco, tenía 
treinta y cuatro años de edad. Es probable, por lo tanto, que precisamente 
haya sido Raymundo quien encargó a Tres Guerras dicha edificación. 
Cfr. J. VELÁZQUEZ QUINTANAR, Municipio de San Juan del Río, 
Gobierno del Estado de Querétaro, Querétaro 1997, p. 78-79. Guadalupe 
Perusquía, segundo esposo de María Ignacia de Quintanar, el año 
1856, levantó un mapa topográfico de la hacienda. (16) Cfr. AYALA, 
p. 110. Está situada -dice Ayala- al margen de un arroyo seco, que solo 
tiene agua en tiempos de lluvias, y de la otra parte está la Venta sobre 
el camino real. En ella -dice el documento al virrey- se han abierto muchas norias. (17) 
Cfr. en AH, Compendio histórico
, p. 14, nº 30. La hacienda 
del Cazadero debe su nombre a una famosa cacería que tuvo lugar en 1540, 
en la que participó el virrey don Antonio de Mendoza. En los llanos del 
cazadero pertenecientes a la hacienda el virrey y sus acom-pañantes cobraron 
en un día, cerca de mil de piezas. Según parece fueron «seiscientos 
venados chicos y grandes, de los cuales había algu-nos como los ciervos 
de España; más de cien coyotes, que son lobos pequeños, zorrillos, 
liebres y conejos en gran cantidad» (AYAYA, p. 43). (18) Cfr. AYALA, 
p. 107. «Esta hacienda logra hacer su riego con agua del río que 
viene de Arroyo Zarco, así como el río que viene de los pueblos 
de San Ildefonso y San Francisco, que se juntan en la barranca honda». (19) 
Se trata de María Guadalupe Ignacia Castanedo Quintanar, hija de María 
Ignacia de Quintanar y Soto (cfr. AJ, b-4, f. 72 v.). (20) El apellido Buitrón 
era también uno de los antiguos apellidos de las familias de Querétaro 
(cfr. c-3, f. 156). (21) En un documento de 1814 conservado en el Archivo Histórico 
Municipal de San Juan, se hace alusión a su testamentaría. Cfr. 
AH, Presidencia. Caja nº 1. Declaración de bienes. Años 1661-1819. 
Período colonial. El documento está firmado por María Ignacia 
Quintanar y Soto, y fechado el 14 de enero de 1814. (22) Cfr. AJ, b-10, f. 
193 v. (23) Cfr. Secretaría de la Defensa Nacional, Archivo Histórico, 
expediente del general de división don Luis de Quintanar, nº XI/III/1-163, 
tomo I (174 fojas), f. 159 y 170. (24) Cfr. G. FERNÁNDEZ DE RECAS, Aspirantes 
americanos al cargo del Santo Oficio, de. Porrúa, México 1956, 
p. 206. El documento se encuentra en AGN, Inquisición, vol. 1227, 
exp. 19, f. 141 a 282. (25) Cfr. datos sobre estas familias en el Apéndice 
VI. (26) Cfr. el texto completo de la partida en el capítulo siguiente, 
en el apartado en donde se narra la boda de Juan Bernardo y María Ignacia. (27) 
Cfr. CHÁVEZ SÁNCHEZ, E., Historia del Seminario Conciliar de 
México, vol. I, Porrúa, México 1996, p. 380. (28) 
Cfr. CHÁVEZ SÁNCHEZ, E., o.c., p. 446-380.  (29) Al recibir 
el subdiaconado aparece este dato junto a su nombre en la lista de los ordenados 
in sacris. Cfr. Archivo General de la Curia Metropolitana, Matrícula de 
órdenes que principia en diez y siete de septiembre de 1790 siendo Arzobispo 
de esta Metrópoli el Exmo. Ilmo. Sr. D. Alonso de Haro y Peralta del Consejo 
de S.M., Virrey, Gobernador y Capitular General que fue de esta Nueva España, 
documento del 20 de septiembre de 1793. (30) Cfr. en AJ, Libro en dónde 
se hallan asentados los Hermanos de la Archicofradía del Divinísimo 
Señor Sacramentado fundada en la Parroquia de este Pueblo de San Juan del 
Río. Año de 1783, f. 9 (18 de mayo de 1783). (31) AJ, e-29, f. 
44. (32) La madre de María Josefa se llamaba también María 
Josefa, pero su segundo nombre era Nicolasa, y por esta razón así 
la nombran en la partida. (33) AJ, b-7, f. 17 v. (34) Por ejemplo, en los 
índices microfilmados de la parroquia de San Juan del Río aparecen 
por esos años cuatro María Josefas Quintanar, todas casadas. La 
primera con Tomás Barnedo (8-V-1793), la segunda con José Francisco 
Nieves (25-II-1805), la tercera con Juan de Dios Contreras (7-IV-1807) y la cuarta 
con Juan José Camacho (11-IX-1811). La primera María Josefa se volvió 
a casar con Joaquín Espino Barros en segundas nupcias (24-V-1807). (35) 
Cfr. CARMEN MARTÍNEZ, La política exterior española en 
relación con América. Los problemas militares en la segunda mitad 
del siglo XVIII, en AA.VV., Historia General de España y América, 
vol. XI-2, Rialp, Madrid 1989, p. 100-104. (36) Cfr. MARÍA JUSTINA SARAVIA, 
La Sociedad, en AA.VV., Historia General de España y América, 
vol. XI-2, Rialp, Madrid 1989, p. 208-209. Algunos de estos privilegios eran los 
siguientes: exenciones de impuestos, prohibición de encarcelamientos por 
deudas, inmunidad de ciertas tasas y responsabilidades municipales, y sobre todo 
el «fuero militar» que los dejaba fuera de los tribunales ordinarios, 
sujetándoles a sus propias leyes y tribunales.  (37) Cfr. O. GIL MUNILLA, 
Hacia la nueva sociedad, en AA.VV., Historia General de España y 
América, vol. XII, Rialp, Madrid 1989, p. 78 y 82. (38) ARRANGOIZ, p. 
22. (39) Juan Bernardo estaba dado de alta en el Regimiento Fijo de Puebla, 
pero, como era un oficial de alto rango, en 1821 había sido destinado a 
servir al frente de dos Secciones de las tropas de Nueva Galicia, en los actuales 
estados de Jalisco y Michoacán. Ilustraciones - 
María Ignacia de Quintanar (óleo sobre tela, pintado por Arreola 
Juárez en 1967). - Documento de la Real Aduana de San Juan del Río, 
con el Escudo de armas de la población, fechado el 7 de noviembre de 1785. - 
Mapa de las poblaciones y haciendas cercanas a San Juan del Río (año 
de 1794). - Carta de don Narciso de Quintanar y Bocanegra, fechada en mayo 
de 1779, en la que solicita la gracia de ocupar el cargo de Notario Familiar con 
facultad de Vara de Alguacil Mayor, en San Juan del Río, para continuar 
la tradición de sus ascendientes. - Antepasados de José Ignacio 
Delgado y Silis. - Padres y abuelos de María Ignacia de Quintanar (1802-1865)
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