En
un ejemplar encuadernado de la revista La Ilustración Española
del año 1879, que tenía mi bisabuelo Cándido
Madaleno, y que conservamos en la familia, alguien había escrito
a lápiz en la última página la dirección
que aparece en el recordatorio.
La Segunda Calle de la Aduana Vieja es la actual Sexta Calle de Cinco
de Febrero. Allí vivieron Paz y Cándido en las últimas
dos decenas del siglo XIX. Allí también vivió
mi abuela Carmen, durante esos años, hasta que en 1902 se casó
con mi abuelo José.
José Sordo vivía a escasas dos cuadras de mi abuela
Carmen Madaleno, en una casa que tenía dos plantas. La de abajo
estaba ocupada por un expendio de semillas que llevaba el nombre de
«José Sordo Mijares y Asociados». En la de arriba
estaba la casa. En esa época tenía su domicilio en la
calle de La Joya nº 39. Años después se convertiría
en la Cuarta Calle de Cinco de Febrero. Allí nacerían
todos los hijos de este matrimonio. Mamá fue la más
pequeña de la familia. Nació en 1921.
Pero, volvamos al viejo recordatorio. En él no se menciona
la edad que tenía Paz al morir, ni quiénes fueron sus
padres, ni cómo se llamaban sus hijos, ni otros muchos datos
que no se suelen poner en ese tipo de escritos.
Cuando cae en mis manos un papel viejo, me sucede algo curioso. Observo
las características físicas de ese documento: su tamaño,
su color, su contenido, etc. Pero, sobre todo, pienso en las circunstancias
que rodearon su aparición en la historia. Como en un rompecabezas,
quisiera poder reconstruir la historia de aquellos sucesos de hace
cien o doscientos años, y traer a la vida a los protagonistas
de esa historia.
Como es natural, esta experiencia se potencia enormemente cuando el
papel viejo tiene que ver con la historia de uno de mis antepasados.
El encuentro inesperado con el viejo recordatorio, unos días
antes de que se cumplieran los cien años de la muerte de mi
bisabuela, me impresionó notablemente y avivó mi vena
histórica (1).
Tenía planeado por entonces un viaje a Querétaro, precisamente
para fines de febrero. Desde hace unos dos años, siempre que
voy a Querétaro, procuro pasar, aunque sea brevemente, por
San Juan del Río, la ciudad natal de Paz y en la que vivió
muchos años.
Me causó una gran alegría poder visitar San Juan del
Río aquel día tan señalado: el 27 de febrero
de 1998, cien años después de la muerte de Paz. Ese
día, por la mañana temprano, había celebrado
la Santa Misa por mi bisabuela Paz en el pequeño oratorio de
un Centro de mujeres del Opus Dei (2)
en la parte antigua de la ciudad de Querétaro.
El hecho que acabo de relatar fue como la chispa que me decidió
a intentar reconstruir, y poner por escrito, en los ratos libres,
la historia de mi bisabuela Paz, de sus hermanos, de sus padres y
de sus abuelos. Tenía bastantes datos de sus vidas, y me pareció
algo bueno y útil conservarlos y transmitirlos principalmente
a quienes están ligados a ellos por los lazos de la sangre.
Me decidí -aprovechando ratos de descanso- a la tarea de reconstruir
la historia de la familia de Paz, una familia muy ligada a la historia
de México durante el siglo XIX, como veremos. Pensé
que valía la pena dar vida, en la medida de lo posible, a una
tradición familiar que, como es natural, ha quedado vaga e
imprecisa con el transcurso del tiempo.
Sé que hay muchos datos aún dudosos y por comprobar
en esta historia. Quizá más adelante podríamos
encontrar la respuesta a bastantes de los enigmas que aún quedan
por resolver. Pero como se trata de una labor inmensa, que no tiene
fin, me ha parecido oportuno dar a conocer ahora los datos que tenemos
hasta el momento, aunque sean incompletos, e incluso -en algunos casos-
dudosos y no totalmente comprobados. En estos casos, dejaré
constancia de que es así.
Este escrito, por tanto, está abierto a ulteriores investigaciones
y no pretende ser una historia cerrada o acabada. En este sentido
se puede decir que son como unos apuntes históricos, aunque,
eso sí, han sido escritos con el afán de buscar la verdad
y con el deseo de no faltar al rigor que debe tener toda investigación
que pretenda ser seria.
Al redactar esta historia -que a primera vista parecería no
tener mucho interés-, me anima saber que una de las características
de la investigación histórica actual es, precisamente,
el empeño en poner de relieve los pequeños detalles
de la vida ordinaria, es decir, la micro historia. Actualmente, junto
a las biografías de grandes personajes, aparecen en las librerías
estudios históricos y sociales sobre cuestiones aparentemente
menos trascendentes, pero sumamente útiles para conocer a fondo
una época.
La historia que voy a relatar tiene un poco de todo: aunque se detiene
en narrar la vida de figuras de gran relieve histórico, también
se ocupa de contar anécdotas familiares sencillas, y sucesos
que revelan la personalidad de hombres y mujeres normales y corrientes.
2.
Los padres de mi bisabuela Paz
Pero
volvamos de nuevo a Paz Domínguez Quintanar, y a las investigaciones
que comencé a llevar a cabo hace algunos años en los
archivos de San Juan del Río.
Uno de los primeros datos que pude descubrir fue que Paz nació
en San Juan del Río, Qro. el día 10 de septiembre de
1838. Su padre, Juan Bernardo Domínguez y Gálvez, era
hijo -como más tarde supe- de don Juan Domínguez, un
capitán andaluz del Ejército de América que luchó
junto al conde de Gálvez en la famosa batalla de Panzacola,
Florida Occidental (1781), en contra del ejército inglés.
La madre de Juan Bernardo, era doña María Gertrudis
de Otero. Había nacido en la villa de Puerto Real (Cádiz),
de padre gallego y madre gaditana.
Don Juan Domínguez, el padre de Juan Bernardo, estaba emparentado
con los Gálvez, esa importante familia española de finales
del siglo XVIII. Su padre se llamaba también Juan Domínguez
y Gálvez, y era vecino de la villa de Cañete la Real,
población malagueña situada a pocos kilómetros
de Macharaviaya. Juan Bernardo, como su padre, también siguió
la carrera de las armas. En la época en que nació Paz,
era coronel del ejército mexicano.
María Ignacia de Quintanar, madre de Paz, también era
descendiente de militares. Los varones de la familia Quintanar eran
de hacendados de la zona de San Juan del Río y además
formaban parte de las milicias provinciales del virreinato a finales
del siglo XVIII. El primer Quintanar llegado a la nueva España
a principios del siglo XVII -don Domingo Hernández de Quintanar-
se estableció en el valle de Huichiapan, situado a cuarenta
kilómetros de San Juan del Río. Después, uno
de sus descendientes -don Felipe Hernández de Quintanar- fundó
la rama de los Quintanar de San Juan del Río, de la que procede
María Ignacia.
Casi al final de esta investigación, supe también que
se contaban entre sus antepasados algunos de los conquistadores de
la Nueva España, como don Juan Jaramillo, el Mozo, don Alonso
Pérez de Trigueros, el Viejo (y su hijo, apodado el Mozo) y
don Diego Gutiérrez de la Caballería, capitán
y tesorero muerto en la pacificación de la Nueva Galicia a
mediados del siglo XVI.
Entre sus parientes próximos se encontraba don Luis de Quintanar
Bocanegra Soto y Ruiz. Así -con los cuatro apellidos- le gustaba
firmar los bandos que redactaba cuando era uno de los colaboradores
más cercanos de Iturbide durante el primer imperio mexicano.
A él dedicaremos bastantes páginas de este relato.
Desde siempre se decía -por tradición familiar- que
Juan Bernardo Domínguez y Gálvez, el padre de Paz, había
nacido en Cuba y venía del virrey Gálvez. Pero ese venía
era muy vago. En la familia suponíamos que era nieto suyo.
Un día, movido por la curiosidad sobre mis antepasados, le
pedí a don Guillermo Porras -sacerdote, historiador y miembro
de la Academia de la Historia en México- que me ayudara a descifrar
nuestro parentesco con el conde de Gálvez. El Padre Porras
-fallecido en 1889- era uno de los especialistas que más sabían
sobre el virrey Bernardo de Gálvez.
Don Guillermo me dijo que cabría la posibilidad de que viniéramos
de Guadalupe, la hija póstuma del virrey, nacida en diciembre
de 1786 en la ciudad de México, y que regresó a España
con su madre, Felícitas de Saint-Maxent, después del
fallecimiento de Bernardo. Era posible que, años más
tarde, hubiera vuelto a Cuba, se hubiera casado con un Domínguez
y que Juan Bernardo fuera hijo de ese matrimonio.
Poco antes de su fallecimiento, don Guillermo me acompañó
a visitar a la tía Lucha Lelo de Larrea -ya muy mayor- que
en ese momento era la persona de la familia que sabía más
sobre nuestra relación con el conde de Gálvez (3).
A raíz de algunos datos que nos pudo dar la tía Lucha,
don Guillermo hizo investigaciones y encontró en un Diccionario
de Historia un dato sorprendente: Juan Bernardo había nacido
en La Habana, Cuba -efectivamente- pero en 1783, tres años
antes que Guadalupe. Por lo tanto, no podía ser nieto del virrey.
Sí podía ser hijo ilegítimo del conde de Gálvez,
y con esa suposición empecé mi investigación.
Su apellido Domínguez, nos explicó don Guillermo, probablemente
se debía a que, entonces, era común que los hijos ilegítimos
llevaran el apellido de la madre y después el del padre. Los
datos que aparecen en el Diccionario son los siguientes:
«DOMINGUEZ
Y GÁLVEZ, JUAN (1783-1841). Militar. N. en La Habana, Cuba.
En dic. de 1795, era cadete residente fijo en la Luisiana. Combatió
contra los in-surgentes, al ser trasladado a la N. España,
pero en 1821 se unió al Ejército Trigarante, participando
en dos acciones y dos sitios. General en 1841. Fue director del
Col. Militar de Perote, Fiscal del S.T. de Guerra y Marina, Vocal
de la Junta de Ordenanza, Secretario de la Consultiva de Guerra,
Comandante del Departamento de Querétaro, Ayudante Gral.
de la Plana Mayor del Ejército y Secretario de la S.C. Marcial.
M. en San Juan del Río, Que» (4).
Desde
1989 supe que Juan Bernardo había nacido en 1783. Más
tarde comprobé -en su acta de enterramiento que se conserva
en el Archivo Parroquial de San Juan del Río- la fecha de su
sepultura: 25 de mayo de 1847. Falleció a los sesenta y tres
años de edad.
Hace pocos meses pude también consultar el expediente militar
de Juan Bernardo en los archivos de la Defensa Nacional. Este documento
contiene noticias muy pormenorizadas de su vida militar (5).
Casi al final de esta investigación, a principios de este año
(1999), he podido tener en mis manos una copia de la hoja de servicios
de Juan Bernardo cuando era cadete en el Regimiento de Infantería
Fijo de la Luisiana en 1797. Y allí se dice claramente que
era «hijo de capitán». También pude revisar
la hoja de servicios de un capitán de ese mismo Regimiento,
casado, andaluz y llamado Juan Domínguez. Además ambos
-el capitán y el cadete- servían en la segunda compañía
del tercer batallón de fusileros.
En febrero pasado, hice un descubrimiento inesperado en los archivos
de la catedral de México: logré tener en mis manos la
tan buscada partida de matrimonio entre Juan Bernardo y María
Ignacia. En ese documento aparece claro el nombre de los padres de
Juan Bernardo: don Juan Domínguez y doña María
Gertrudis Otero.
Por fin, en el mes de julio, gracias a unos documentos que recibí
del Archivo Militar de Segovia, se aclaró que el parentesco
con los virreyes Gálvez, le venía a Juan Bernardo de
su abuelo paterno, don Juan Domínguez y Gálvez.
Después de haber recabado estos datos ya podía decir
que conocía algo del padre de Paz. De su madre, María
Ignacia, en cambio, no sabía casi nada. El único dato
de ella que teníamos en la familia era que su padre, al parecer,
había sido un general Quintanar del ejercito realista.
Un día de 1996 encontré la partida de nacimiento de
Paz, nacida -como ya dije- el 10 de septiembre de 1838. Calculé
entonces que Ignacia podría haber nacido entre 1800 y 1805.
En efecto, no tardé mucho en encontrar, en los libros del Archivo
Parroquial de San Juan, una partida de bautismo que podía corresponder
a la de mi tatarabuela.
El texto completo de esa partida es el siguiente (6):
«En la
Parroquia de San Juan del Río, en veinte y seis de Noviembre
de mil ochocientos dos: el B.D. Ignacio Delgado (VP) Bapticé
solemnemente â María Ignacia Josefa Guadalupe que dicen
tiene un día de nacida hija de Padres no conocidos, fue su
Madrina Dª María Manuela Quintanar Doncella hija de
Don Narciso Quintanar, y Dª María Soto, todos Españoles
vecinos de el Barrio de San Marcos de esta feligresía, le
advertí su obligación y parentesco espiritual».
Ignacio Espino Barros [Rúbrica]. Ignacio Delgado [Rúbrica]
Al margen izquierdo dice: «María Ignacia Josefa Guadalupe.
Española. Sacada [certificación] en 1º de Nov.
a 822».
Más
tarde supe que doña Manuela de Quintanar, la madrina de María
Ignacia, era la hermana mayor de Luis de Quintanar. Desde el día
en que vi por primera vez esta partida, no sé por qué,
tuve la corazonada de que esa era precisamente el acta de bautismo
de mi tatarabuela.
A decir verdad, me desconcertó y me causó pena, en un
primer momento, leer lo de «hija de padres no conocidos».
No coincidía ese dato con nuestra tradición familiar.
Nadie en la familia sabía nada de esto. Y sin embargo, estaba
allí escrito en una letra redondeada y muy cuidada. Se ve que
el párroco, el señor bachiller don Ignacio Espino Barros,
era un hombre amante de las cosas bien hechas.
Muy probablemente este hecho se había ocultado celosamente
desde la generación de Paz. Quizá, ni siquiera Paz lo
llegó a saber con claridad.
Este hallazgo, lejos de desanimarme, puso espuelas a mi afán
de investigador. Sentía la necesidad de conocer los, hasta
entonces, oscuros orígenes de la única raíz familiar
que tengo en México.
Después de intentar muchos caminos e hipótesis de trabajo
para descubrir quiénes eran los verdaderos padres de María
Ignacia y cuál era la razón de que en la partida de
bautismo de su hija quedaran en la penumbra, muy recientemente, me
parece haber logrado descifrar el enigma (7).
Pero, como se trata de un asunto delicado y que hay que procurar entenderlo
en su contexto histórico, prefiero dar a conocer más
adelante los pormenores de este suceso. En el momento oportuno nos
detendremos a analizar las variadas circunstancias que rodearon el
nacimiento de María Ignacia.
3.
El interés por conocer nuestras raíces
Antes
de dar comienzo al relato de esta historia, me ha parecido conveniente
hacer algunas consideraciones que, de alguna manera, sirvan para justificar
-si se puede decir así- el proyecto en el que me he aventurado.
Durante la época de la Modernidad -es decir, durante los dos
últimos siglos- no ha habido demasiado empeño en hacer
memoria de los antepasados. Pero ahora, en la nueva época histórica
que, según los entendidos, está comenzando a partir
de 1968, hay un renovado aprecio por lo antiguo, y también
un creciente interés por conocer las raíces de dónde
procedemos. Es notable el auge que, por ejemplo en Estados Unidos,
están teniendo las agencias que se dedican a reconstruir árboles
genealógicos.
Me parece que el deseo de conocer quiénes fueron nuestros antepasados,
sólo por curiosidad o por motivos de vanidad -para presumir
de que venimos de tal duque, conde o marqués- es, al menos,
una pérdida de tiempo. Es comprensible que, por esta razón,
haya muchas personas que juzgan inútil y vano dedicarse a hacer
genealogías.
Sin embargo, hay otros motivos por los que verdaderamente resulta
interesante conocer nuestro origen. Uno de ellos -y no el menos importante,
a mi juicio- es la necesidad de resaltar, en nuestra época,
la dignidad de toda persona humana. Todos los mexicanos somos testigos
de cómo el Papa, Juan Pablo II, en la reciente visita a nuestro
país, ha insistido hasta el cansancio en lo necesario que es
siempre -pero especialmente en los umbrales del tercer milenio- que
los hombres veamos en nuestros hermanos, hijos de Dios. Todos somos
hijos de Dios. Cada persona, sin distinción de sexo, raza,
cultura o posición social- merece el máximo respeto.
Cada hombre, no nace por generación espontánea, ni es
fruto de la casualidad, sino que tiene detrás de sí toda una historia muy rica de personas que le han precedido y que,
de alguna manera, marcan su propia existencia.
Las palabras del cardenal Joseph Ratzinger -actual prefecto de la
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe- al explicar
la importancia de la genealogía de Jesús, pueden aplicarse
a cada hombre:
«Jesús,
en cuanto niño, no sólo proviene de Dios, sino también
de otros hombres. Ha vivido en el seno de una mujer, de la que ha
recibido su carne y su sangre, los latidos de su corazón, su
comportamiento y su palabra. Ha recibido la vida de la vida de otro
ser humano. El que provenga de otro aquello que es propio de uno no
es un hecho puramente biológico. Significa que incluso la forma
de pensar y de observar, la hechura de su alma, la recibió
Jesús de hombres que existieron antes que él y, en último
término, de su Madre. Significa que, acogiendo la herencia
de sus antepasados, ha querido seguir el camino tortuoso que desde
María se remonta a Abraham y llega hasta Adán. Ha cargado
con el peso de esta historia» (8).
En
la era de la clonación y de la instrumentación genética,
es necesario subrayar que cada individuo tiene un gran valor y una
historia única.
Uno de los dolores más grandes de los hijos que no conocen
a sus padres es precisamente no saber cuál es su origen. Aunque,
siempre les cabe la esperanza de encontrarse algún día
-en la vida eterna- con quienes fueron los instrumentos que Dios eligió
para cooperar con él en el gran milagro de la transmisión
de la vida.
Recuerdo la impresión que me causó recientemente un
vídeo sobre sexualidad, que ha tenido mucho éxito por
su manera tan clara y positiva de exponer ese tema. Pam Stenzel -una
mujer americana de unos treinta y tres años de edad- daba una
conferencia a un grupo de chicos y chicas de High School. Les explicaba,
con una gran soltura y simpatía, lo absurdo que es tratar el
sexo de modo irresponsable.
Pero, lo que más me llamó la atención fue que,
en un momento determinado, después de haber hablado sobre lo
negativo que es para una chica joven convertirse en madre soltera,
Pam reveló a su auditorio que ella misma era la hija de una
de esas madres jóvenes que habían tenido la desgracia
de tener un bebé a los catorce o quince años. «Y
sin embargo -decía más o menos- le estoy profundamente
agradecida a mi madre por haberme traído al mundo después
de nueve meses de embarazo, y porque tuvo la sensatez de darme en
adopción a unos padres que me pudieron criar y educar maravillosamente».
Y terminaba diciendo que, cuando llegara al Cielo -con la gracia de
Dios- lo primero que tenía pensado hacer era ir al encuentro
de su madre, a la que no había conocido en la tierra, para
darle un gran abrazo y un beso por haberle trasmitido el don de la
vida.
Este comentario me ayudó a comprender mejor dos cosas: que
no se puede utilizar el don de trasmitir la vida de modo irresponsable,
y que los hijos de una unión irresponsable no son culpables
ni seres indignos, sino que tienen exactamente la misma dignidad de
cualquier persona humana, y que han de amar y respetar a sus padres,
porque Dios permitió que de su pecado surgiera un gran bien.
Dios hace así las cosas: de los males saca bienes y de los
grandes males, grandes bienes.
En la historia hay una larga lista de hombres que han sido el fruto
de una unión natural: reyes, cardenales, príncipes y
santos (9).
En los siglos anteriores a la modernidad, por ejemplo, era muy frecuente
en las clases nobles esta liberalidad. La gente sabía que no
estaba bien, pero no era motivo de deshonra ser hijo ilegítimo
como, por desgracia, fue considerándose en siglos posteriores.
En el siglo XIV, el cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo -hombre
mundano, a pesar de ser buen gobernante de su arquidiócesis-
tuvo dos hijos ilegítimos muy bellos, y la gente, con una gran
dosis de sentido común y también de ironía, comentaba:
«que hermosos son los pecados del señor cardenal».
En la España del siglo XVI era notable la delicadeza con que
los grandes señores trataban a la gente más sencilla.
Un ejemplo lo tenemos nada menos que en la vida de fray Luis de Granada
que, siendo todavía muy niño y huérfano, fue
recogido por los condes de la Tendilla y tratado como un hijo más.
Su madre era muy pobre y no podía alimentarlo ni darle una
buena educación, pues vivía de lo que la buena gente
quería darle de limosna a las puertas de un monasterio. Él
mismo, refiriéndose a la señora condesa, dice: «me
crió desde poca edad con sus migajas, dándome de su
mismo plato, en la mesa de lo que ella misma comía» (10).
Este respeto por la pobreza y el sufrimiento es una constante de aquella
época, en la que no había discriminación por
el nacimiento, la posición social, la raza o el color.
Eso no significa que aquella sociedad fuese una sociedad igualitaria
en el sentido moderno. Había estamentos, clases, preocupación
por la limpieza de sangre y la nobleza de origen, etc. Sin embargo
no existía propiamente el clasismo.
Fue más tarde -como fruto de la cultura ilustrada, de tipo
individualista y racionalista- cuando apareció el clasismo
y la sociedad de castas, también en la América española.
Las pinturas de castas son típicas de la segunda mitad del
siglo XVIII.
El fin del Ancien Régime con la Revolución Francesa
parecía traer de nuevo el ideal de igualdad, perdido y desvirtuado
durante el siglo XVIII. En 1824, siguiendo el ejemplo de otras naciones
más avanzadas, en México se decreta la abolición
de la esclavitud. A partir de entonces, en todos los archivos parroquiales
poco a poco se va dejando de hacer la distinción entre libros
de «españoles», «indios» y «castas».
Sin embargo, este tipo de medidas no iba a la raíz.
En cuanto a la discriminación de los hijos naturales, observamos
que, en el siglo XIX, las familias cristianas adoptaban a los hijos
expuestos o de padres no conocidos con el mismo espíritu de
los condes de la Tendilla, pero se guardaba celosamente en secreto
la condición de ser hijo adoptivo. Conforme iba avan-zando
el siglo, la influencia de la sociedad victoriana de Inglaterra se
dejaba sentir: el cuidado de las formas, los respetos humanos, la
buena apariencia, el no desentonar, etc., fueron haciéndose
actitudes normales en las personas de buena sociedad. Así se
perdió la sencillez y naturalidad de épocas pasadas.
Los pecados de los hombres no producen frutos de deshonra cuando se
lavan con lágrimas de arrepentimiento y se reparan con hechos
de generosidad y de amor. Cuántas madres solteras estarán
en el Cielo y habrán alcanzado un alto grado de santidad por
su abnegación, arrepentimiento y sentido de responsabilidad
en la educación de sus hijos.
Como es lógico, cuando hago estas consideraciones pienso en
algunos de los personajes que aparecerán en esta historia.
Mi madre me enseñó una frase que se me ha quedado grabada
y he recordado con frecuencia en esta última temporada: «¿Quién
es el santo varón, que afirme con juramento, veinticinco abuelos
tengo y ninguno fue ladrón?».
Nuestros antepasados, como nosotros, también han sido pecadores.
Es la condición humana: ser pecadores. Pero pecadores que amaron
a Jesucristo y se arrepintieron de sus pecados, y murieron bajo el
signo de la fe y descansan ahora el sueño de la paz (11).
Porque tenemos su sangre, hemos de estarles siempre agradecidos. Pero
también porque nos han precedido bajo el signo de la fe. Las
cuatro generaciones de este siglo -como decía el Papa el 25
de enero de este año en el Estadio Azteca- tenemos la obligación
de trasmitir la fe que hemos recibido a las siguientes generaciones,
a las del tercer milenio.
4.
Hallazgos inesperados
Después
de estas consideraciones, es necesario que volvamos nuevamente a nuestra
historia. Los datos que pude obtener sobre el origen de Juan Bernardo,
aunque al principio eran equívocos, lejos de apagar mi interés
por conocer más detalles acerca de mis antepasados -como ya
he dicho-, encendieron mi deseo de investigar más a fondo su
vida y la de su familia. Pude averiguar, por ejemplo, que Paz, al
nacer, tenía tres hermanos mayores -Juan, Manuel y Ángel-
que serían, con el correr del tiempo, hombres de relieve en
la vida militar, cultural y política del país.
Además, Paz tenía cuatro hermanas mayores. Una de ellas,
Consuelo, murió joven. Las otras tres -Mercedes, Soledad y
Refugio- se casaron y tuvieron hijos, algunos de los cuales llegarían
a intervenir también en los acontecimientos públicos
de su época.
Conseguí también saber que el 24 de junio de 1870, Paz
-que ya era huérfana- se casó con mi bisabuelo Cándido,
un vasco originario de Bilbao, que era cuatro años mayor que
ella, labrador y, con el tiempo, propietario de la hacienda de la
Laja, situada a unos cuantos kilómetros de Tequisquiapan. Esa
hacienda sigue perteneciendo a la familia, y nos ayuda a evocar la
memoria de las generaciones pasadas; las vidas de hombres y mujeres,
que deberían estar más presentes en nuestra vida.
No soy feminista, pero hay que reconocer que las mujeres tienen una
importancia fundamental en las familias, y especialmente en las familias
mexicanas.
El aire de familia de un hogar lo da, en un porcentaje elevado, la
madre: el orden, el arte decorativo del hogar, las tradiciones culinarias
(12),
el modo de vestir, los temas de conversación ordinaria
,
y también el clima religioso. Nunca podré pagar a mis
padres la semilla de Dios que pusieron en mi corazón con el
ejemplo de sus vidas y que, gracias a Dios, luego ha hecho posible
mi vocación sacerdotal. Al fundador del Opus Dei, el Beato
Josemaría Escrivá de Balaguer, le gustaba mucho recordarnos
-y lo hacía con frecuencia- que el 90% de nuestra vocación
se lo debemos a nuestros padres.
Por eso, hay que agradecer muchas cosas a mujeres buenas -como María
Ignacia, Paz, Carmen
- que, con una vida callada, supieron trasmitir
la fe y los valores humanos y cristianos a las siguientes generaciones,
hasta llegar a la nuestra.
Entre los hombres de la familia, militares y hacendados que vivieron
durante el siglo XIX en la zona de San Juan del Río, habría
que mencionar especialmente a Raimundo y Narciso de Quintanar (patriarcas
de dos grandes familias), a Luis de Quintanar (colaborador cercano
de Iturbide en la independencia de México y luego primer gobernador
constitucional del estado de Jalisco), a Manuel Domínguez (médico,
gobernador del departamento de Querétaro durante el sitio de
1867 y gobernador del Distrito Federal durante el Porfiriato), a Ángel
Domínguez (político, maestro y geógrafo), a Celestino
Díaz (periodista, político y poeta), a Salvador Argain
(gobernador del estado de Querétaro en la época de don
Venustiano Carranza), etc.
*
* *
Todas
estas consideraciones, unidas a mi innegable pasión histórica,
pueden explicar el porqué de este escrito.
Ciñéndome lo más posible a los datos históricos
encontrados en los archivos y en las fuentes documentales, he pensado
que lo mejor es centrar la presentar la historia en los padres de
Paz, Juan Bernardo y María Ignacia. En torno a ellos girará
el relato de los demás personajes: sus antepasados y sus descendientes.
Como es lógico, esta historia ha sido escrita pensando en los
numerosos descendientes de Juan Bernardo y María Ignacia que
actualmente viven en México o en otros países, y en
los que llegarán en el futuro. Pero también está
dirigida a todos aquellos que tengan interés en conocer nuevos
aspectos de la vida social y familiar de México en el siglo
XIX.
Comencemos pues nuestro relato. Lo primero que haremos es echar una
mirada hacia la España del siglo XVIII, para descubrir los
sucesos que hicieron famosa a la familia de los Gálvez de Macharaviaya,
que tan ligada estuvo con los tres «Juan Domínguez y
Gálvez» de nuestra historia: el padre, el abuelo y el
bisabuelo de mi bisabuela Paz.
Notas
del Preambulo
(1)
El interés por investigar específicamente sobre los
antepasados de mi bisabuela Paz Domínguez, obedece a la sencilla
razón de que, de mis ocho bisabuelos, sólo ella nació
en México (San Juan del Río). Los otros siete nacieron
en España y no es tan fácil obtener datos de sus vidas:
Leandro Cano Gracia (hijo de Ramón Cano y Cano y Juliana Gracia
y Sánchez de Quesada), en Pozuelo de Calatrava (La Mancha),
Joaquín Sordo Pérez (hijo de Joaquín Sordo y
Joaquina Pérez) en Llanes (Asturias), Fidel Faro Arche (hijo
de Marcelino Faro y Carmen Arche) en La Cavada-Riotuerto (Santander),
Cándido Madaleno Gastiasoro (hijo de José Prudencio
Madaleno y Dolores Gastiasoro) en Bilbao (Vizcaya), Manuela Ruiz Escajadillo
(hija de Manuel Ruiz y María Santos Escajadillo) en Ampuero
(Santander), Angela Mijares Merodio (hija de Juan Mijares y Teresa
Merodio) en Llanes (Asturias) y Luisa de la Vega Cobo (hija de Rafael
Vega y Francisca Cobo) en La Cavada-Riotuerto (Santander).
De mis dieciséis tatarabuelos, sólo dos nacieron en
América: Juan Bernardo (hijo de padres españoles) en
La Habana y María Ignacia (de padres mexicanos) en San Juan
del Río. Por lo tanto, María Ignacia de Quintanar es
la raíz más profunda que tiene mi familia en México.
(2)
Desde hace más de treinta años pertenezco a la Prelatura
del Opus Dei, institución católica fundada en 1928 por
el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que desarrolla
su labor apostólica en más de cincuenta países
de los cinco continentes, y que tiene como fin la difusión
de la llamada universal a la santidad y al apostolado en el trabajo
profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano.
En 1976 recibí la ordenación sacerdotal y, durante estos
años, me he dedicado plenamente a ejercer el ministerio sacerdotal
en las labores apostólicas de la Prelatura.
(3)
Alfredo Lelo de Larrea, hermano de Lucha, y fallecido en 1969, también
había recabado muchos datos de la historia familiar.
(4)
Cfr. PORRÚA, voz Domínguez y Gálvez, Juan
Bernardo, vol. I, p. 663 y 664.
(5)
Cfr. Apéndice IX.
(6)
AJ, b-7, f. 17 v.
(7)
Desde ahora quisiera dejar constancia de que, en caso de que la verdad
fuera distinta -porque se pudieran encontrar nuevos datos que hicieran
más probables otras hipótesis-, me alegrará mucho
poder rectificar las conclusiones a las que he llegado.
(8)
J. RATZINGER, El Camino Pascual, Herder, Barcelona 1985, p.
81.
(9)
Por ejemplo, Enrique II de Trastámara, rey de Castilla, hijo
de Alfonso XI y doña Leonor de Guzmán, y tatarabuelo
de Isabel la Católica; Isabel I de Inglaterra, hija de Enrique
VIII y Ana Bolena; don Juan de Austria, hijo de Carlos V; Erasmo de
Roterdam; el santo obispo de Puebla, don Juan de Palafox (hijo natural
de don Jaime de Palafox, más tarde marqués de Ariza
y de doña Ana de Casanate, que al nacer su hijo decidió
tomar el hábito de las Carmelitas descalzas y murió
en olor de santidad), san Francisco de Borja, bisnieto del papa Alejandro
VI, etc.
(10)
FRAY LUIS DE GRANADA, Obras completas, vol. XIV, 511, Madrid,
1906-08 (obras en castellano).
(11)
Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I, en el memento de
difuntos.
(12)
Mi madre, por ejemplo, ha conservado -entre otras muchas tradiciones
familiares- recetas de mi abuela Carmen, como la «sopa de bolitas
de queso» que está buenísima y es muy original.
Ilustraciones
del Preámbulo
-Paz
Domínguez de Quintanar (foto tomada hacia 1875).
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